A lo largo de Los exámenes, Romeo (Vlad Ivanov) sufre agresiones en su vivienda y en su coche. No sabe quiénes las ocasionan, ni a qué obedecen. Pero es una amenaza constante que acaba tomando forma cuando su hija es asaltada y casi violada en las cercanías del instituto al que debe acudir durante los días siguientes a realizar los exámenes de graduación, de cuya nota depende la beca que la permitirá poder ir a Inglaterra a estudiar a la Universidad. Algo que obsesiona a Romeo, quien quiere que su hija abandone cuanto antes Rumanía para tener un presumible futuro mejor.

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En 2007 Cristian Mungiu consiguió con la excelente 4 meses, 3 semanas, 2 días una repercusión internacional en el contexto cinematográfico del llamado ‘nuevo cine rumano’, término que desapareció tan rápido como había aparecido y que, aunque escondía algo de verdad, en general, respondió más al deseo de catalogación inmediata de algunos grupos críticos que a una realidad más allá de una eclosión de cineastas que, después, parecen haberse desperdigado, perdido interés crítico. Esto quedó constatado cinco años después, cuando Mungiu presentó Más allá de las colinas, mucho más irregular y tediosa que la anterior: la moda había pasado, los cineastas rumanos seguían desarrollando sus intereses argumentales y estéticos, pero la mirada estaba puesta ya en nuevas latitudes. Pero lo cierto es, como decíamos, que sí hubo un conjunto de cineastas interesados en retratar algunas cuestiones de su país, tanto del pasado reciente como de su presente, y, además, a partir de una estética cinematográfica muy particular desarrollada por cada cineasta en base de sus propias cualidades. Mungiu demostró de un largometraje a otro –había realizado previamente Occidente, en 2002- que era capaz de lo mejor y de lo peor partiendo de una misma premisa estilística, solo que la ambición de Más allá de las colinas dió como resultado una película en exceso larga y reiterativa a pesar de contar con muy buenas ideas y momentos.

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Los exámenes, cuatro años después, recupera lo mejor de Mungiu, aunque a su vez proyecta una cierta sensación de estar de nuevo ante una película trazada por unos tropos estilísticos enraizados en un realismo cinematográfico que si bien no resulta inoperante, sí comienza a presentarse como demasiado recurrente –no es de extrañar que tras Los exámenes se encuentren los hermanos Dardenne en calidad de productores-. Es, por supuesto, la capacidad de cada cineasta para trabajar a partir de ese modelo la que determina, al final, el resultado, y en el caso de Mungiu en Los exámenes, el resultado oscila entre la cómoda adecuación a ellos y un estupendo trabajo, sobre todo en cuestiones de tono y de ritmo, así como de atmósfera, para llevar a cabo una película que tiene la virtud, además, de sostenerse sobre una premisa cotidiana que va enrareciéndose paulatinamente, sin cambiar en momento alguno el tono ni la mirada, para mostrar algunos elementos ocultos bajo una realidad, en apariencia, normalizada.

Mungiu sigue a Romeo durante los días en los que su hija se presenta a los exámenes, adoptando en todo momento su punto de vista, con la imposibilidad de poder escribir de manera normal dada la lesión de mano sufrida tras la agresión. Así, Romeo se mueve entre una relación con su esposa enfermiza, la relación con su joven amante y el intento de conseguir que su hija no tenga problemas en los exámenes. Y lo que podría ser simplemente la agonía de un padre, Mungiu lo convierte en la representación de una generación, y de una parte de la sociedad rumana, que quejándose de los tiempos que tuvieron que pasar y deseando que sus hijos tengan el mejor futuro posible, lo que acaban ocasionando es una perpetuación de la miseria moral y ética de la que se quejan a través de unas pequeñas corrupciones que, aunque consideran pequeñas, en su suma, repercuten en esa continuidad.

El cineasta rumano se toma su tiempo para ir desarrollando una historia que va desvelando lo anterior con tranquilidad, casi como un thriller psicológico, con atención a las largas conversaciones, con una construcción visual de gran precisión que combina los planos fijos con movimientos de cámara pero en ambos casos con una atención especial a mantener a los personajes dentro del encuadre de tal manera que parecen atrapados en él. Y en su realidad. Un tono seco que anula todo tipo de emoción, a no ser en las últimas imágenes, cuando Romeo entiende que lo que quizá necesita su hija, como el resto de jóvenes rumanos, es vivir su vida, construir una nueva sociedad no regida por sus mayores, por su deseo de controlar, por el resentimiento, independientemente de que hayan tenido una mejor o peor vida, por el pasado de su país. Romeo, que tanto desea que su hija abandone Rumania, vive una doble vida, asentada en lo falsario y en la indecisión, con una clara hipocresía que, comprende, no puede seguir postergando. Mungiu toma partido pero no juzga, lo cual le aleja, por fortuna, de algunos popes del cine europeo de los últimos años, empeñados en dar lecciones, y apuesta por un humanismo reconciliador en el que queda cierta esperanza, incluso, en una sociedad en la que, aunque renovada, todavía anidan miserias pasadas que posiblemente nunca se vayan del todo, pero queda, insistimos, la esperanza.