Es verano; bueno, el verano se nos ha agarrado a la espalda para no bajarse de ella nunca. Por lo menos así cantan a coro los mundos de la ciencia y de la experiencia. En un estado cuasi febril permanente, el instinto natural que aún nos guía nos arrastra sin remisión hasta la sombra, el suave temblor de la brisa y al tomate. Sí, esas pelotillas armoniosas o rudas, encarnadas o rosáceas, están destinadas a ser parte muy importante de nuestra salvación.

Este mediodía, sin ir más lejos, he comido un buen plato de salmorejo: tomate, aceite, algo de miga de pan, la punta de un diente de ajo, sal y la yema del dedo índice para probarlo; una loncha picadita de ibérico, algunos trocitos de naranja, unas gotas de picual y media hoja de menta como adorno. De segundo plato, un trozo de atún partido tipo ragú de carne y cocinado sobre una buena tomatada a la que hemos dejado caer una picadura de cebolla, la punta de un pimiento verde, cilantro y un diente de ajo. A la comida hay que añadirle  dos vasos de tinto cosechero de Ribera del Duero y lo más importante de todo: la conversación con mi hija que me acompaña.

Hablar de tomate nos lleva al pepino muy verde, mediano y firme en la mano: ese que se come pocos minutos después de haberlo sajado de la mata, el que se mantuvo siempre lejos del color amarillo como si fuera un actor de teatro. Y a la sandía que suena a tina hueca, pesada  y con la barriga entre blanquecina y amarillenta. La berenjena firme a resguardo de su manto púrpura limpísimo y homogéneo; el calabacín delgado, de pocas y tiernas semillas, tan verde que parece que huyó del bosque. La sardina, la plata del mar que más brilla y los ojos más viborillos de los bancos de pesca; el langostino fresco de carne transparente y caparazón que chasca como las cañas. El melón que pesa más de lo que nos dice su tamaño y que respira aroma por el tallo. El vino rosado inventado en Mallorca que tomé en una ocasión en Arzabal (Menéndez Pelayo, 13, Madrid) y que olvidé su nombre, o el que saca de la nevera como si lo estuviera robando, el bodeguero de Mucientes: "Prueba, prueba: el año pasado pasaron por aquí  los angeles".

El calor trae al verano y el tomate acude al mismo tiempo para remediarlo. Porque salvo el ajoblanco (Dios mío cómo lo preparan en Casabermeja) donde no lo encontramos, se cuela por todos los rincones de la carta como protagonista, acompañante o añorada necesidad. Lo vemos ordenado o despanzurrado en trozos mezclado con el melón, el queso tierno, las almendras tostadas, la cebolleta roja y las aceitunas negras; dando buena compañía al puerro pequeño, la patata cocida, el pollo desmigado, las pasas y hasta unas gotas de leche entera; con ciruelas claudia, rúcula y cilantro; acompañado de dos o tres melocotones de las viñas, que son los mejores del Mediterráneo: los pelusones -medionaranja y mediorosas- que crearon en nuestra boca el séptimo sabor; con brevas, jamón, avellanas y lechugas. Y cuando lo abrimos bajo una mini lluvia de sal en el borde de la alberca.

Este tomate, no obstante, tiene graves problemas. Anotaré solo dos muy gordos: el primero: ese mal -que creímos irreversible- de no saber a nada, de haber acabado siendo solo apariencia de tomate, y, el segundo, ser la compañía principal de esas ponzoñas industriales que llaman salsas. Tendríamos que liberarlo de esas malas compañías que tanto dañan su reputación condenándolo a ser un ingrediente  más con el que se fabrica el pienso que nos alimenta.

En cuanto a la recuperación  de su antiguo sabor tenemos buenas noticias: científicos valencianos e israelíes han descubierto un buen número de los genes del aroma y sabor que tenía cuando solo era el humilde rey rojo de la huerta. A partir de ahí, esperamos noticias: todo debería ir a mejor. Y en cuanto a las salsas no hay noticias esperanzadoras. Lo único que pudiera ocurrir en el corto plazo es que le endosaran un impuesto por ser cómplice involuntario de un producto que, dicho a lo fino, es mierda dulzona y grasosa.