Uno de los grandes dolores de cabeza de las administraciones públicas occidentales durante los últimos cincuenta años ha sido cómo establecer normas para regular la competencia entre empresas o, más en concreto, que trabas o impedimentos poner para que el pez grande no se trague al pequeño. Se han librado batallas por millones en todos los países de la OCDE, pero las medallas -sobre todo en los últimos tres lustros- se las vienen colgando casi siempre los grandes, al tiempo que los bufetes de abogados de postín se hacen de oro.

Así las cosas, los grupos empresariales atacan al mundo y se hacen tan enormes que emprenden nuevas batallas contra los gobiernos (o lo que queda de ellos) para conseguir no pagar impuestos, o que estos sean ridículos. De estas maniobras más recientes comenzamos a tener interesantes noticias en Europa en los últimos años. Las grandes tecnológicas y monstruos del transporte, la logística y el entretenimiento, en su mayoría norteamericanos, le echan un pulso a Bruselas que todo el entendido en la materia predice que sólo es cuestión de tiempo para que Europa ceda. 

Pero no son sólo los empresarios adolescentes y millonarios californianos los que arremeten, también los chinos -ocultos tras sus caretas de ópera- y decenas de miles más de otras zonas del mundo practican similares desafueros a cubierto de paraísos fiscales, banca informal y demás tramoyas jurídicas inextricables para el conocimiento humano. 

La misión que persiguen todos ellos es siempre la misma: ser únicos, aniquilar la competencia, convertirse en el Uno por encima de las leyes (o escribirlas ellos mismos) e incluso de la historia más perversa. En menos de medio siglo observamos cómo vamos pasando de estados regulados y con un razonable poder tutelar público, a enormes empresas casi sin control que pasan sobre las naciones y sus ciudades como Godzilla por las torres de un Nueva York apocalíptico.

¿Quién queda a salvo de este poder absoluto de la empresa? Hasta hace bien poco creía que estábamos a cubierto de esta mudanza salvaje los últimos poetas libres -pongamos que de Baudelaire a Ginsberg y una docena más entre ellos- y yo cuando les leía. Y también al caer por la tasca de Serafín para
tomar unos vasos de cosechero de Zamora acompañados de unas rodajas de chorizo picante y rabanillos cortados. Pero resultó que estaba equivocado: mi gusto era de quincalla; le dieron el Nobel literatura a Bob Dylan -un recolector aventajado de aquella herencia de versos- y "el mundo de la cultura" vomitó. Además, Serafín nos dejó al pasar el verano. Cerró el bar y marchó a su pueblo. El pasado domingo me dijeron que apareció colgado de la viga maestra de la cuadra donde creció junto a sus padres.

En los resúmenes del año a los que con tanto afán se aplican los periodistas becarios y otros que no lo son, leo sin que me cause estupefacción alguna que los restaurantes en cadena concentran ya un tercio del mercado en España, y que la franquicia es su principal vía de expansión: un 65% de estos establecimientos están organizados en cadenas (Diario de Gastronomía 29/12/2016). Tenemos que rendirnos, en pocos años nuestra opción de restaurantes (por supuesto no siendo ricos) serán dos: el azul y el rojo. Claro que ambos estarán financiados por el mismo grupo bancario y operados por la misma tecnológica.

P.D.- Un vecino me dice que Serafín cerró el negocio porque no quiso traspasarlo a un chino, el único que se mostró interesado. Pero ya nadie lo podrá comprobar.