Un aeropuerto es el espacio más inhóspito del mundo. Solo vale para que huyamos de el lo más rápido que podamos. Nadie los quiere. Ni siquiera los que corren buscando refugio o el exilio. Cuando vemos por televisión a las personas que se esconden en sus adentros, advertimos por sus movimientos de felinos asustados (ojos cargados con todo el miedo del mundo y cuerpos encorvados hacia adentro), que solo circunstancias al limite las han podido empujar hasta allí.

Las nuevas autoridades de la opulencia y la ostentación se esfuerzan por hacer de ellos las catedrales de la modernidad. Pero ninguno de sus magos arquitectos ha encontrado un dios, siquiera menor, que oficie un milagro en el más notable de estos embelecos. Sus planos y fotografías, su icónica de lujo y luz flotando mágica en el espacio, solo destaca en las revistas especializadas y en los flashes de color que acompañan a nuestras sociedades incautas y distraídas por el viaje fácil y el turismo masivo.

Encarcelados dentro de sus enormes vientres de ballenas metálicas, rechazamos de la misma manera el mármol que te ofrecen que la pólvora con que te amenazan. Lo único que se desea al pisar una de sus terminales es escapar. Será por ello que en las estaciones del aire tan prodigas en los noticiarios y el cine, por ejemplo, solo se producen carreras de cámaras y fotógrafos, persecuciones y tiroteos de ficción. Y cuando un equipo de cámaras enfoca la salida de un finger, échate a temblar, pues será que un enamorado espera ansioso a su amado/a que llegará encarnando al más sufrido de los héroes.

Ese lugar dónde no se puede leer, ni dormir; angustia la espera y es difícil dominar la tentación de hacer real la huida, es, sin embargo, el espacio "civilizado" del mundo donde más tiendas existen, más cafeterías, bares, hamburgueserias, máquinas expendedoras de todo y otros ingenios sacacuartos. Y más restaurantes -si es que es apropiado llamar con esta apetitosa palabra- a las instalaciones allí esparcidas dominadas por el plástico y vecinas indiscutibles de la alimentación industrial más acabada del momento.

También son los príncipes del atropello, pues escudados (lo que es bien cierto)  en que las autoridades aeroportuarias les cobran unos cánones en el límite de la usura, se hacen traer lo más escuálido de la fábrica. Pan hueco, pan blando, pan duro, pan fraudulento; ensaladas que semejan picadillos de rizadas hojas crecidas en laboratorios clandestinos de cualquier conchinchina, y un café que dejó de ser americano desde que quebró la Pan An.

Pero en las colas ganaderas de sus autoservicios acabamos la mayoría pidiendo ese bocadillo que jamás compraríamos en otro lugar del mundo, o la tortilla de patatas (es un decir) que la encuentras por dos euros en Mercadona y a diez aquí. Hasta los sándwiches de Rodilla, tan socorridos en la ciudad, se hacen insoportables.

Los responsables de estos centros comerciales para el viaje, no obstante el desasosiego olímpico que producen al personal sus galpones dorados de cintas mecánicas y cristal donde se alojan, insisten en ocupar todo el espacio posible. Transitas con las maletas y los niños (con sus globos y el perro) entre perfumes agresivos y mil perifollos: tabacos, vinos, licores y fulares de todos los colores, corbatas y sombreros y montañas de best seller. Muchachas que te sonríen ofreciendo el último perfume de una conocida firma francesa y un señor, como de Finlandia, que corta rajitas de fuet  y te las alcanza. Si, son aeropuertos con complejo, o acaso ambición, de ser zocos.

Y es que el hombre no vino a este mundo para volar ni a que le vuelen. Le intimida  la palabra aeropuerto y no digamos la espera en el: algo más cruel aún que el miedo.