Me llega un email con un remitente raro - como son la mayoría por otra parte - que da cuenta de la nómina de vinos premiados por la Asociación Española de Periodistas y Escritores del Vino (AEPEV). Es la novena ocasión que se reúnen y trabajan en tan exigente y placentero quehacer. Ojeando el medallero, observo al instante que estoy de acuerdo con la nómina de ganadores. Los colegas saben lo que se llevan a la boca: me identifico con ellos.

Lo primero a destacar es que la mayoría de los vinos entorchados son de marcas, bodegas y terrenos reconocibles; ninguno ha caído en la tentación de la moda y otras gangas. Así, tenemos entre otros a Martín Códax, Barón de Chirel, Chivite y Pago del Vicario; Aalto y Valtravieso; Torelló, Toro Albalá, Alvear, González Byass o Barbadillo.

Aunque reparo con emoción en los tres tintos premiados: Borsao Tres Picos de 2016, Habla del Silencio de 2015 y Pétalos del Bierzo, también del 15. Conozco a los tres. A mi manera, azarosa e impremeditada, he visto cómo han ido creciendo y gustando los tres desde hace unos cuantos años; porque ninguno viene guiado por el pedigrí de bodega histórica, sino por la mano experta y sabia de algunos que los inventaron.

Mi amigo maître y sommelier Mateo, abrió un Pétalos hará como ocho años en el restaurante que tuvo en la calle Matteo Ricci de Madrid. Y el primer sorbo dio para hablar largo. Mateo me anticipó el vino excepcional que enseguida llegaría de El Bierzo y de Zamora y Salamanca. Lo estamos viendo. El Borsao me lo descubrió Juan, el maître de Paulino de Quevedo, ese restaurante en el que donde mejor se estaba era en la barra dada la rotación de magníficos vinos que por ella trasegaban. Es un vino respetable, armónico y con carácter. Para tomarlo despacio y disfrutar de su larga compañía en la boca. Habla del Silencio me pareció de entrada caro, pero al beberlo me olvidé de su precio para siempre. Una pepita de oro en el río de los vinos extremeños que aún no ha encontrado su tesoro.

Los colegas se han dado el tiempo necesario para colocar estos vinos junto a cimas como Aalto. Porque un vino no es bueno de verdad hasta que no está rodado durante años, hasta que mil azares, como la observación y el mimo, lo hacen redondo. El primer Pétalos que probé, por ejemplo, apuntaba algo grande, pero sólo hoy lo es. Como naturaleza viva que son - y siempre en manos de los hombres tan dados a ventoleras - están expuestos a malograrse o ser torcidos por el alma avariciosa del amo o los excesos creativos del enólogo. O sencillamente por la crisis, como tantos se ha llevado. 

Llama la atención también la tozudez en la búsqueda del buen gusto y la afición por hacer productos grandes de casas históricas como Torelló. Nunca oí una crítica a esta bodega de ningún aficionado al cava. Las coreografías de burbujas más modernas bailan con la tradición. Y los PX de Toro Albalá, unos vinos tan cercanos a la perfección que en ocasiones parece que no estuvieran hechos para el hombre de nuestro tiempo, facilón y con prisas.

Me detengo también en la presencia repetida en el medallero de bodegas de la denominación Montilla-Moriles. Conozco a qué saben sus vinos en la sierra, y en mi memoria se precipitan para siempre los verdes profundos de sus finos en rama con todos los matices de la naturaleza de aquel sur encadenados en sus motas blancas. Me temo que en aquellos pagos están ocurriendo cosas buenas después de tantos tropiezos: nacen nuevas bodegas pequeñas que ofrecen vinos extraordinarios. Como ocurre en Campo de Borja o Yecla o en Los Arribes del Duero. Pero a muchos de estos vinos, como a tantos de Madrid tan promocionados, y otros cientos venidos de la reencontrada garnacha, haremos bien en dejarles al sereno del tiempo. A ver qué que nos dicen  en la próxima década.