Terminaron las fiestas más interminables del año. Los romanos se las hacían bien, pero nosotros los hemos superado: es un largo mes de comidas, bebidas, risas y mil excesos. Demasiado tiempo para pobres y ricos; una eternidad para los alcances del cuerpo. No es de extrañar que la medicina desconozca esa palabra maldita llamada crisis, pues no hay cuerpo que resista tanto embate sin su ayuda. Vivimos esperando el fiestón y pronto, buscando el mejor remedio para la resaca. Los señores del comercio, el ocio y las pasiones humanas (no es menester pedir informe a las tecnológicas que nos siguen y analizan) lo saben y ponen alfombra roja a nuestros pasos. El supermercado es el nuevo Leviatán que ofrece “el plato de la vida” y la farmacia la buena samaritana que practica el torniquete para que no nos marchemos en una de tantas hemorragias de satisfacción.

Todo está previsto, incluso el momento en el que después de tantos derrumbes como traen estas y otras fiestas, estés listo para otro chute de todo menos del zum zum de las zambombas, pues éstas las hemos guardado hasta las navidades próximas. Ahora te cantan al oído canciones un poco tontas pero imprescindibles para mantener tu delicado estado físico y psicológico. En todas ellas, encontramos estribillos donde se da coba a los grandes vasos de zumo (muchos de ellos de frutas exóticas), sopas calentitas, tortillas suaves, leche templada, galletas y yogures. Pero a poco que repares el ánimo y el estómago, el colega del curro te chivateará que el gimnasio que tanto te gusta “hace una promoción del copón: tres meses por 65 euros”. Y te apuntarás. Y antes de que acabe enero habrás llevado (¿Cómo se dice? ¿A tu churri?) a dar un largo paseo de más de diez kilómetros por esa pinada de la sierra que queda tan bonita en las fotos. Y allí caerá el primer cordero después de lo que tuviste que pasar para digerir el borrego (porque ese zancarrón solo podría ser de un carnero) que comiste en casa de tía Adelina en Nochebuena. No hubo Primperan en la farmacia de 24horas para detener aquel río de inmundicias que manaba de tu boca.

Pero ya la cosa va bien. La camarera maciza que te sirve el desayuno todas las mañanas te ha descubierto numerosas recetas de lo que ella llama “sopas para la salud”, y te ha convencido de que el puerro es el 3 en 1 natural que limpia el cuerpo por dentro. “Pídelo en todos los platos”, ha insistido. Y te gusta. Tu madre, que cuida de la Tieta, cómo llamas a tu hija de dos años, te ha preparado una purrusalda como las de antes, pero sin trocitos de jamón, y en un gastro-bar de pinchos has descubierto una quiche de salmón, queso de cabra y puerro extraordinaria.

Aunque para lo que no estabas preparado, claro que nadie lo está del todo, era para encajar los números que traen los análisis de sangre. Todo, menos el PSA y los linfocitos, está alterado en mayor o menor medida. La médica de Sanitas, egipcia, guapa y aspirante a mileurista, te ha dicho que te andes con ojo, que tienes las transaminasas en plena ascensión alpina, el úrico rebotado y los triglicéridos a punto de salir por las orejas; que eres muy joven para andar con tensiones de 14/15.

Y te has asustado un poco y prometes que repetirás los análisis en tres meses “y ya verá, doctora, cómo ha bajado todo”. Así que te esmerarás en el gimnasio y verás cómo rápidamente baja tanta inflamación. Pero algo te impide abandonar las cañas del mediodía y suprimir las tapas de paella, bravas e incluso torreznos. Piensas que siendo más prudente en el comer y beber (porque fumar no fumas) durante 15 o 20 días antes de la próxima analítica será suficiente para tener unos buenos resultados. Porque ¿cómo aguantamos este perro mundo que nos ha tocado vivir sin darle a este cuerpo un gustito por la boca?