Los ritos se celebran de manera invariable; se rigen por normas fijas establecidas en un tiempo remoto. Algunos se escenifican de manera decidida y escueta como el escanciado de venencia de los vinos del sur. Otros se revisten de mayores y prolijas liturgias que tienen que ver (o de allí provienen) con las religiones y otras formas supersticiosas de relación del hombre con su entorno misterioso y en ocasiones hostil.

Me refiero ahora a los primeros; quiero hablar exactamente del escanciado de cuatro venencias -exactamente cuatro- de amontillado en otras tantas copas a modo de celebración o bienvenida del amigo por los pagos de Montilla. Vale con subir dos peldaños de escalera de bodega, el desplazamiento del corcho de la bota y un golpe de muñeca contra su barriga líquida para que aparezca de repente el  oro cobrizo más antiguo y trascendente de la vinatea montillana o jerezana: el amontillado.

No existe vino, que merezca el apellido de amontillado, que no se sea único y último, o sea, guardián de las fronteras de la excelencia. El que nos ofreció Juan Portero en Casa Palop, su edén desconchado y mítico, viene de ese corte entre imposible y misterioso. Un trago de este amontillado (pipa adquirida en 1940, dada su excepcional solera, que venía arrastrando virtud desde el más profundo XIX), se traduce en una explosión aturdidora de sales poderosas que inundan el paladar último con perfumes como navajas inofensivas. Un sorbo de este amontillado equivale a un mendrugo líquido de eternidad o, acaso, a la cata inverosímil de lo definitivamente acabado. Si, más allá de estos vinos no hay nada, ellos son el límite, el fin del camino: el vino último.

Al ser tan antiguos y convivir con nuestros mitos creacionales y la aparición de los primeros dioses del Mediterraneo oriental, transportan en sus genes recuerdos de las voces primigenias, esas que en nuestros tiempos presentes encierran las canciones de la egipcia Oum Kalsoum, y ahora nos traen espíritus flamencos como Carmen Linares; voces de tarantas y templos huecos que detienen el tiempo con todos sus materiales históricos dentro: goce y sacrificio. Vinos, por tanto, muy difíciles de entender y casi imposibles de descifrar; incalificables y sin precio. Son como los últimos cantos rodados de la memoria, algo así como la penúltima boya donde agarrarnos y descubrir que tuvimos un pasado pegado a la naturaleza y la belleza.

Son vinos raros que protege el sur para el disfrute de muy pocos. Vinos que pueden a cualquier bocado, llámese este queso viejo, jamón ibérico, sardinas o alcachofas. Son los titanes del paladar, los defensores imbatibles de esas imaginarias Termopilas del gusto que son las papilas gustativas. Se imponen en cualquier batalla, y su olor y recuerdo se quedan en las sedas de la memoria tan encastrados como los trilobites.

El amontillado, pese a su excelencia y la dedicación máxima que le prestan los bodegueros andaluces más románticos (no hay bodega que merezca la pena sin un dueño con ramalazos de locura), va desapareciendo o, mejor dicho, se mantiene en las bodegas y sus hojas promocionales como un signo de distinción, como quien se adorna con una pareja de hermosos dogos azules rusos o se distingue con una cripta abovedada de ladrillo de principios del siglo XVI.

En la selva casi impracticable que se ha convertido el mundo para la venta de estos vinos generosos y, en general, todos los finos andaluces, los milicianos del Pedro Ximenez o la Palomino jerezana, se han constituido en mínimas guerrillas de marcas primorosas, algunas muy singulares, con la pretensión de filtrarse por cualquier colena que se preste. Lo tienen muy difícil porque estos vinos son seres vivos que se  agotan y descreman en el transporte. Y nadie ha descubierto aún la fórmula para que continúen siendo exquisitos una vez muertos.

Son vinos, mientras tanto, para el disfrute en su terruño donde siempre son fruta fresca y el aroma en su esencia. Acaso por ello la ciudad de Córdoba sea desde hace unos cuantos años la capital española del vino fino, el genuino blanco del sur. Si aún no lo ha disfrutado, se está perdiendo uno de los más grandes conciertos naturales de los aromas. ¿Que prefiere música en vivo o enlatada?