Los aeropuertos nos sorprenden de nuevo las últimas semanas. Y no es por causa de dramáticos accidentes, sus aglomeraciones, retrasos y esos restaurantes y tiendas que dan galipuches y malas prendas de algodón a precios de esquilma como me he referido en comentarios anteriores. Son las personas que allí operan las que empiezan a estar hasta la coronilla de que sus jefes ofrezcan viajes todo a cien a turistas a costa del machacarles las costillas, la autoestima y hasta su honra.

El pasado verano echaba las cortinas con la pertinaz y rocosa huelga de seguratas en el aeropuerto de El Prat de Barcelona. Hasta las terminales dibujadas por el exquisito Bofill llegaron a hocicar autoridades y prohombres varios como consecuencia de una exigencia laboral reiterada
durante semanas: "no trabajamos más por 750€ al mes". Luego vino Marcos Peña, el experimentado y hábil mediador irrevocable, y propuso la subida, a modo de aguinaldo, de 200€ brutos al año y otras minigabelas. Algo más que nada, pero mucho más de lo que estaban dispuestos a dar los patronos y
admitir la petrificada administración popular dominada por las adjudicaciones de servicios bajo subasta: dar obra a quién ofrece más músculos por menos pasta.

Aquella huelga, que vino a aliviar la guardia civil (qué pena de país, siempre la benemérita a mano para intentar sacarnos de los marrones), terminó por aquietar la irritación de los trabajadores en esas plataformas tan desconsideradas diseñadas por grandes arquitectos como si fueran ricos la mayoría de quienes las corretean en bermudas.

Ahora es la gran Ryanair, esas compañía aérea dirigida por un tal Michael O'Leary, orondamente satisfecho de mover por el mundo centenares de miles de ciudadanos transformados en galeotes nada más encaramarse en sus nerviosas aeronaves. Resulta que en las bocanadas del verano la reina del bajo coste ha tenido que tirar la toalla y admitir con el lenguaje tan de moda de la postverdad, que se le han ido centenares de pilotos (y más personal que
oculta) y tiene que suspender miles de vuelos en los próximos meses.

No creo que yerre demasiado si digo que la mayoría de los que hemos sufrido, aunque solo sea en un solo viaje, a estos piratas del aire, nos lo temíamos o, acaso, lo deseábamos en secreto. No hay joven español (y decenas de miles que no lo son tanto) que no tenga una historia puerca que contar de trato dado por esta gente. Hablen con amigos o husmeen en comentarios que menudean por las redes. Yo telegrafiaré el mío. Era otoño y viajaba de Madrid a Oporto. Me habían sacado billete en uno de esos aeroplanos antes amarillo chillón. En la monumental fila para el embarque se respiraba una angustia impropia para el comienzo de un viaje festivo: todos muy alineados y prietos, y jóvenes azafatas dando órdenes. De pronto un alboroto de voces provenientes de la zona oscura del finger. ¿Qué pasa? Un mastuerzo de la compañía abroncaba, empujaba y amagaba con postear a un oriental despistado que se había adentrado por aquellos vericuetos deseando volar.

Ya en el avión, la sobrecargo, una joven de mínimo cuerpo con apellido y acento vascos, vociferó micrófono en mano a una mujer de mediana edad que
había cometido el incalificable delito de dejar un pequeño bulto entre sus piernas. Luego vino un vuelo apresurado e inestable, mientras unas criaturas
amarradas a un carro intentaban endilgarle un café de puchero y un bollo industrial, eso sí mínimo, por el módico precio de 10€. Me juré que no volaría más con estos señores y lo cumplí. Pero seguí curioseando sobre sus andanzas y pregúntame porqué insistían aquellos que todavía viajaban con ellos.

Las respuestas empiezan a aflorar ahora. Estos empresarios han alcanzado a dar vuelos baratos a base de sacar el unto a sus trabajadores (centenares de pilotos trabajando como falsos autónomos), engañando a los operadores de aeropuertos al asegurar que se quedaban sin combustible para tener prioridad en el aterrizaje y así ahorrar queroseno, meneando con intención las aeronaves para asustar a los pasajeros hasta que estos pidieran tilas, aguas y hasta whiski y mil perrerias más. Claro que también han desnudado la nueva conciencia de nuestro tiempo. Sus viajeros están dispuestos a padecer todo tipo de asperezas (eufemismo) con tal de volar barato.

Pero todo apunta que se agota el modelo de negocio que pende casi en exclusiva de la espalda del trabajador. Ojalá cunda. Ojalá dentro de poco tiempo nos ofrezcan un zumo de naranja en el avión que no sepa a naranja macerada en sus sentinas. Y que la lata de Coca Cola no sea idéntica en volumen a la que exhibe Ken cuando espera a Nancy en la barbacoa.

P.D.- Alguna vez pensé que las normas que rigen para estas compañías irlandesas o sajonas eran copia casi exacta de las dictadas por el Almirantazgo  británico en el siglo XVIII para su flota imperial: sacrificio, disciplina y látigo. No he podido confirmarlo, pero tampoco nadie me lo ha sabido refutar.