Hoy he comido en un restaurante de los que digo “póngame lo que quiera”. No es frecuente entregar tamaña responsabilidad al maître. Y menos aún si es la primera vez que vas a ese local. Pero en ocasiones me gusta pasar por esa prueba sin saber muy bien por qué. Claro que suelo darle unas vueltas a la cabeza después haya tenido suerte o no tanto; aunque en la mayoría de las ocasiones acierto y en algunas hasta canto bingo.

Mi experiencia me lleva a concluir que uno se despoja de la responsabilidad de elegir la comida solo cuando ha olido en el ambiente que en esa local no te engañan. A partir de aquí la decisión puede venir condicionada también por la pereza que da leer la carta (u oír como la recitan, pues no siempre estamos en Sevilla), porque tienes demasiada hambre, o mucha prisa, o cualquier otra urgencia: el tiempo que te empuja, el asunto que te trajo que quieres resolver ya, la conversación que te acompañó hasta el restaurante que no deseas interrumpir… O porque confías ciegamente en la persona que te ha llevado al restaurante.

También te despojas de ese derecho a decidir, cuando no entiendes demasiado la carta, pues algunos se ponen creativos y escriben como poetas a destiempo o ingenieros borrachos, o porque el camarero acierta recomendando lo que te apetece comer en ese momento. Aunque la mejor manera de entregarte a la responsabilidad ajena es entrar en un restaurante de postín, o michelin, allí tienes un menú predeterminado  por el chef de principio a fin.

Todo restaurante con personalidad (la mayoría carece de ella) tiene sus platos,  vinos, postres o servicio que lo distingue. Si conoces su virtudes ¿qué vas a elegir entonces?, Vicente te traerá esa ventresca de atún terciada y un pelín pasada que tanto te gusta. Cuestión distinta es si no conoces el establecimiento y te dejas enredar por la propaganda de tantos tenedores que aconseja por internet al maravillado advenedizo en cocinas: entonces puedes cagarla  bien porque esas opiniones suelen venir torcidas por el interés. La mayoría de ellas estarán dictadas bajo la presión de emociones fuertes: ¡Qué exquisitez o vaya timo! En mi opinión, quien sabe comer no pierde el tiempo aporreando las teclas del ordenador o deslizando las yemas por el móvil para dejar el sello de su opinión en la hojarasca de las redes. Si le gustó volverá, si salió decepcionado se  olvidará para siempre de ese  momento.

Recuerdo ahora algunos de esos lugares donde me dejé mecer: una trattoria de carretera en el límite mismo de poder oír el campanile de Florencia: espaguetis a la trufa blanca. Aquella raíz divina se me agarró desde entonces a la memoria como un olor de la infancia. Dos huevos fritos en una bañera de aceite picual con seis o siete dientes de ajo en el restaurante Juanito de Baeza: una hazaña para contarla siempre. Lechazo con su correspondiente ración de ensalada, en Aranda de Duero. El vino no era muy allá y la carretera a la vera con su rudeza de atascos y humos, no favorecía idilio alguno, pero, chico, aquel cuarto delantero de lechal me reconcilió para siempre con la Castilla visigoda. Podría continuar pues se amontonan los momentos  que confié en el instinto y me ejercité en el “póngame lo que quiera”.

Mi amigo José Maria –el gran zampón al que le hubiera gustado más que nada en el mundo ser pinche de cuina i lletres de Vázquez Montalbán– sostiene que tanto acierto en materia tan delicada no es normal, que debe ser porque adivino al mesero honrado (él es así de cervantino). Y le doy la razón: solo comes bien donde la cocina es honesta.

Así que hoy jueves mi amigo Pep me invita a la Bodega de los Secretos (San Blas, 4, Madrid), una sorpresa de ladrillo y bóvedas del siglo XVII transformada en restaurante singularísimo. La confianza que me da el amigo, la necesidad de hablar ya de la urgencia que nos trae y la presencia como una larga sonrisa blanca y traviesa de Cristina, me llevó a decir “pon lo que quieras”. Y llegaron a su tiempo unos trozos laminados de pez mantequilla en su salsa justa, un delicioso taco de foie, unos chipirones con habitas… Y un tinto de Lérida (creo que me estoy engolfando con las garnachas ligeras y danzarinas).

Volveré para disfrutar de otro póngame lo que quieras y  fisgar en el ladrillo   de la historia que precede a este restaurante/bodega bajo tierra. Porque allí ha debido de pasar de todo. Sospecho que es uno de esos lugares que inspiran sagas como las de El Capitán Alatriste, de Peréz-Reverte. El imaginario capitán de los tercios, o alguno de sus sosias, seguro que pasaron por allí buscando mancillar a alguna monja, o algo aún más terrenal: evitar el portazgo al resguardo de los numerosos túneles que el subsuelo esconde.