Los grandes revolucionarios (o que por tal se tienen) siempre desafían lo imposible. Desde que David retó a Goliat el mundo se viene construyendo a
bofetadas. Pero no hagamos un exagerado recordatorio de osados héroes que quisieron perforar el mundo hasta sus antípodas con una aguja, porque la inmensa mayoría fracasó y cayó pronto en el olvido. Se recuerdan, claro, los escasos paladines que traspasaron los exigentes límites del milagro: Pizarro, Copérnico, Newton, Lenin, Einstein, Picasso... Ellos nos recuerdan que se derrota a lo imposible, que basta talento, determinación y suerte para trepar sobre cualquier montaña que el mundo nos ponga por delante.

Así, generaciones de hombres de hace un siglo pretendieron implantar un mundo de iguales y adoptaron el comunismo como doctrina y receta; a continuación, otros igual de determinados, se inclinaron por hacer real el hombre puro (nazis), y hasta la libertad después pretendió hacer de su
bandera la enseña del mundo. Pero,  millones de muertos más tarde, los jóvenes de Occidente quisieron acabar con el capitalismo y hacer un credo del antiimperialismo. Y, como a pesar de tanta ofuscación, el mundo occidental caminaba bastante bien y en paz, el solaz permitió que se colara la ciencia ficción en nuestras mentes e imagináramos máquinas que rompían el muro del tiempo. No obstante, tanto esfuerzo de imaginación y recursos (humanos sobre todo) desperdiciados no sirvieron para acelerar el paso del mundo de manera significativa; y así, este continúa a su tran tran permitiendo que no se evapore del todo la "materia de los héroes" de nuestra cultura.

Los héroes del momento enfilan las adargas contra los molinos de viento de las grandes marcas comerciales con la pretensión de movilizar al oprimido
hombre actual al que prometen recuperar para él los mejores rincones de la tribu. Así, vemos como Pablo Iglesias, la quintaesencia patria del héroe
digital, toma el megáfono-guía de las manifestaciones y se sitúa en lugar destacado de la protesta callejera rajando contra la Coca Cola; exigiendo que no se beba la chispa más gloriosa de Atlanta e intentando prohibir su disfrute en aquellas instancias públicas y privadas que le alcance.

¿Pero qué le ha hecho Coca Cola a este pretendido héroe? Se portó mal con algunos de sus trabajadores de Fuenlabrada (Madrid). De ahí nació la ira que
quiere transformar en diluvio revolucionario contra la quintaesencia, la bandera misma del capitalismo arrasador del momento.

No se da cuenta, al parecer, nuestro ¿distraído? héroe que detrás de esas latitas rojas existen más de seis mil millones de personas en el mundo que las compran (cubatas y refrescos en bares y terrazas aparte) y que a muchas otras marcas -"fruto de la codicia capitalista"- le siguen otros miles de millones de consumidores. Puede que en esto consista su asalto de los cielos: romper el grueso plomo de la bóveda celeste a botellazos.

Su peripecia contra las marcas (tiene muchas más en el punto de mira) no es si no una hábil pirueta para seguir cabalgando a lomos del ruido de las redes sin más sustancia detrás que un claro oportunismo. Y puede enzarzarse contra el Colgate porque hace demasiada espuma, Nestlé porque no le gusta su
fórmula de hacer el chocolate y, acaso, se engolfe contra Danone porque se exagera en el azúcar.

Los héroes, en ocasiones, se presentan como equivocados colosos de papel. Nuestro protagonista ha decidido enfilar contra aquello que más foco le atrae vadeando con astucia lo que siempre identificó a la mejor izquierda: transformar la realidad con la luz de su inteligencia y el esfuerzo de sus brazos. Iglesias debe pensar que, puesto que el capitalismo del momento se embosca en el anonimato de los poderosos mercados, lo más rentable es atacarlo por los neones que deja al descubierto.

Es posible que, así que pasen unos años, estos quijotes de internet noten el ridiculo que hicieron en estos años en forma de pinchazos en la boca del estómago (ya se sabe, en ocasiones el exceso de burbujas nos impide eructar bien). También les asaltará la vergüenza cuando recuerden ese momento
estelar en que su portavoz revolucionario en el Senado pidió dos coca colas para refrescar el almuerzo minutos después de haber exigido en el Pleno la
prohibición de su venta en tan selecto recinto.

Si, estos estremecimientos suceden. Porque, vamos a ver, ¿cuantos miles de jóvenes europeos que se proclamaron prochinos (e incluso proalbanos) en los años sesenta y setenta, llegaron a sentir vergüenza extrema años después? Incontables. ¿Mao guía benévolo? ¿Coca Cola veneno sin remisión? Anda ya.