Comer con un cocinillas suele resultar muy pesado. Y más si el susodicho está en el trance acabar el segundo curso de Cordón Bleu. También son muy latosos aquellos que la jubilación les dio por recrearse en su gran afición cocinera y de agasajo que el tiempo de vida laboral intensa les impidió desarrollar. 

Afortunadamente no abundan, o al menos en mi entorno; somos gente de pocos platos, aunque suculentos, y curioseamos solo en aquellas mesas ya catadas por el amigo de confianza. No está mal comentar qué nos parece el plato que empezamos a comer y detenerse incluso unos instantes en aquello que nos llamó la atención especialmente; pero cuando el cocinillas la emprende y da una lección de salsas, a propósito de la exquisitez de una velouté que acabamos de probar y, a continuación, viene un relato exhaustivo sobre las mil maneras de cortar el atún, cuando nos sirven tres formidables trozos de morrillo sobre un plato verde de Tito, y luego ese vino de Toro, que se "viene arriba" así que transcurre la cena, un vino que tiene más historia que el primer viaje de Colón en la búsqueda de las indias, la cosa comienza a filtrar por el lado más feo del hartazgo, porque llevamos sólo dos platos y el menú reza que trae nueve y postres, alamares y las mil despedidas después.

 

Y nadie puede pararlo so pena de un disgusto colectivo. Porque el cocinillas es simpático, te ha acariciado el buche y los sentidos mejor que nadie en numerosas ocasiones y de él has aprendido que los momentos entorno a una mesa son algo más que vivir disfrutando. Pero cuando se pone palizas resulta imposible. Todos tenemos que saber qué significa sancochar, escaldar o suquet, y hasta tener noticias detalladas del lugar donde corre el crestas David Muñoz acompañado, o no, de su explosiva compañera. Aunque es mucho peor en los momentos que alcanza el sublime estadio de la intensidad. Entonces quiere hacer de un trocito de coliflor al dente una poesía a lo Rilke y hasta la olla que dispone para los caldos es depositaria de tanta memoria de sabor como la que exhibe la hija de Arzak en la hornacina principal de su antigua cocina. 

Por estas y muchas razones más, siempre que me resulta posible huyo de su cercanía como de la peste y procuro la proximidad del buen conversador, que es muy diferente. Comer deleitándote también con la música de la palabra añade a este placer necesario nuevos e insospechados alicientes. Mover los cubiertos escuchando una buena historia, masticar sonriendo y olvidando ese estorbo eterno llamado tiempo, es nutrirse el doble. 

Hoy acabo de tener una de esas comidas en un restaurante clásico de Madrid, La Taberna del Puerto (Diego de León,58).  Hemos bebido un rioja agradable y tomado unos berberechos frescos y sabrosos; he pinchado tres rodajas de buen pulpo a la gallega y disfrutado de una lubina a la sal terciada para dos. Y nada más hubo. Felix ha estado hablando hora y media y escasamente dos minutos quien esto escribe. Me ha contado la historia de su primer beso. Sus palabras no han destacado por el calor, el ardor y acaso el paisaje que rodeó tan especial momento, no, han descrito, como acaso pudiera haber hecho un Kafka enamorado, su alboroto íntimo, sus pulmones a punto de estallar y un calor interno que le asfixiaba: algo parecido a la sangre convertida en lava. Y luego la impresión que le produjo el roce de su lengua tibia y las salivas mezcladas: una rareza incalculable entre el asco y el paraíso. La sonrisa enrojecida de ella, después,  le sonó a triunfo y limó esos instantes de vergüenza que envuelven los primeros actos íntimos de amor. 

Sí, esta es una buena comida y no las que da el chapas del cocinillas. ¡Cuánto mal está haciendo Master Chef y qué miedo da esa señora con apellido de siquiatra!