Los historiadores sitúan el Edén de Adán y Eva, esos Bonnie y Clyde bíblicos que siguen siendo trending topic después de dos milenios, en algún lugar entre el Tigris y el Éufrates. Los que pasan de la historia lo domicilian en las islas Caimán o en cualquiera de los muchos paraísos fiscales de aguas turquesas. Los pobres lo entrevemos si llegamos a fin de mes.

No menos variado y portátil que el Edén es el infierno. Para Dante era un embudo de nueve círculos al fondo del cual reía el Maligno. Para Rambo se llamaba Vietnam. Para Miguel Roldán el infierno está hecho de agua y salmonetes. Es el Mediterráneo. Un Auschwitz turístico donde navegan cruceros entre los cadáveres de quienes día a día huyen del salvaje horror africano solo para darse de bruces con el civilizado horror europeo.

Pero a nadie le importan estas sensiblerías y pampringadas. Y menos a Salvini, ese imperator que alza de nuevo el estandarte del SPQR de las legiones y firma decretos con las plumas que se le desprenden al águila del pendón romano. Ni un inmigrante más en Italia. Y alambre de espinos para los que lleguen, no sea que un senegalés nos robe un incunable de Petrarca o nos transforme el Vaticano en un corral de cebras o viole a la Fiammetta de Boccaccio a ritmo de tamtam y destruya nuestra cultura.

El Mediterráneo es un Auschwitz turístico donde navegan cruceros entre cadáveres africanos

Más de veinte mil migrantes han perdido sus nombres en el Mediterráneo durante el último lustro. Cada ola que bosteza en la orilla de las playas de Europa es uno de ellos: Modu, Lawal, Nbango, Olusola, Nzila, Chakanaka, Muchengeti. Pues bien, para atajar estas muertes burocráticas, Miguel Roldán se marchó en 2017 a Malta. Allí, mientras los políticos hacían la digestión de sus discursos en Bruselas y los señorones en bermudas celebraban el atardecer apolíneo sobre el mar con una copa de champán en la proa, él se pasaba medio día en remojo, como los garbanzos. Y no porque Miguel Roldán sea un buzo de National Geographic. Roldán es un bombero que descubrió que el agua es el peor de los fuegos.

Se había enrolado como voluntario en el barco de la oenegé alemana Jugend Rettet, un pesquero reconvertido en arca de Noé que navegaba entre Italia y Libia rescatando náufragos del abismo, hoy que la vida vale menos que un Big Mac y puede, además, dar con la tuya en la cárcel. Que se lo pregunten, si no, a Helena Maleno, a quien la fiscalía marroquí le pide cadena perpetua por telefonear a Salvamento Marítimo cuando sabe de una barcaza en apuros. La acusan de tráfico de personas.

Mientras los políticos hacían la digestión de sus discursos, Miguel Roldán salvaba vidas

Igual que los mandarines italianos a varios jóvenes de Jugend Rettet, a pesar de que siempre trabajaban coordinados con las autoridades italianas y libias en aguas internacionales, donde avistaban diariamente más de doscientas balsas con todos los negritos dominicales del Domund dentro, solo que ahora sin lirismos católicos. Estos eran negros de verdad, negros muertos de terror y sed, negros desesperados y febriles, negros mirándose entre sí con disimulo para decidir quién estaba más débil, más deprimido, más acobardado para empujarlo a los salmonetes en el caso de que la balsa de goma siguiera deshinchándose un poco más cada día y comenzara a hundirse por el peso. Quien cayera al agua no duraría ni un minuto, supiera o no nadar. Roldán y sus compañeros lo sabían, y unas veces llegaban a tiempo de salvarlos y otras debían resignarse a ver morir a cuarenta o cincuenta personas porque Italia y Libia se enredaban en una discusión estúpida sobre aguas territoriales. Así estuvo veinte días Miguel, entre la euforia y el abatimiento, sin parar.

Cuando se le acabaron las vacaciones, regresó a Sevilla a sofocar los fuegos de tierra firme. Pero se había contagiado de la enfermedad del inmigrante: la mala suerte. Salvini había puesto en su despacho un cartelón de wéstern en que figuraba la cara de Roldán debajo de la palabra wanted. La justicia italiana lo investigaba por un presunto delito de tráfico de personas. Salvar vidas en el mar está castigado, según las leyes del rey de la pecera, con hasta veinte años de cárcel. Poco más o menos eran los que también les habían pedido a otros tres bomberos españoles por ser demasiado solidarios. Al final fueron absueltos. Lo mismo le ocurrirá —preveo, confío, deseo— a Roldán. Pero el mensaje está claro: piénsatelo dos veces antes de ayudar a nadie.

El místico alemán Suso cuenta que, con un estilete, se inscribió a la altura del corazón el nombre de Jesucristo. Yo no sé qué palabra tallaríamos en el corazón de Europa en vista de lo de Miguel Roldán, en vista de los cadáveres que flotan en el Mediterráneo sin un triste ramo de flores o sin una lágrima de cementerio. ¿Qué palabra grabaríamos? A mí se me ocurren dos o tres, pero, según mi ángel de la guarda, yo soy un pesimista.