Dicen los meteorólogos que hoy será el día más frío del año. Se equivocan. Vendrán jornadas frigidísimas que harán palidecer la actual. De hecho, la primera glaciación se ha reinstalado en Andalucía mucho antes de que la intuyeran las isobaras parlanchinas de Mónica López. El frío, sí, ha llegado a esa Andalucía de sol de Giralda, a esa Andalucía de calores lentos y amarillos que sofocan a las nórdicas incluso en diciembre, mientras se hacen un selfi contra el crepúsculo nazarí de la Alhambra. Este frío rígido de escarcha y alambre de púas lo trae el triunvirato compuesto por el PP, Vox y ese afluente guadianesco de la derecha azul añil que es Ciudadanos.

Andalucía va a ser la Siberia española en los próximos cuatro años, ya digo, y habrá que exigir a la izquierda que se ponga a trabajar a fondo para que ese frío helador y cavernario no suba de Despeñaperros. Porque los obreros, los curritos, los asalariados, los chavs españoles (léase a Owen Jones y trasplántese aquí lo que dice del Reino Unido) se sienten preteridos, desamparados y ninguneados por la izquierda a la que votaron monótonamente. Es a estos a los que la izquierda debe pedir perdón. Y no con palabras, sino con hechos. De lo contrario, se marcharán con Boabdil. En efecto, después del “pacto de la vergüenza”, como define Enric Hernández el acuerdo entre el PP, Ciudadanos y Vox, Boabdil esta vez no se ha girado desde el puerto del Suspiro del Moro para incluir en sus nostalgias la Alhambra perdida para siempre. Esta vez Boabdil se ha largado sin mirar atrás y no ha cesado de correr hasta refugiarse en Arabia Saudí, donde sospecha que habrá más libertades que en la Andalucía del triunvirato, cuyo corazón es Vox.

Esta mojigatería, y su equivalente en política, es la que canaliza Vox, un partido de nacionalseminaristas

Días atrás, un articulista describió a Vox como “un partido de finales del siglo XV”. Ojalá lo fuera. Vox es simplemente un partido de zelotes integristas —valga la redundancia—, porque a finales de la Edad Media existían una tolerancia, una emancipación sexual y, en fin, unas libertades que tardarían siglos en repetirse en Europa, y solo de manera efímera. En efecto, desde hace un par de décadas, pero muy en especial en los últimos años, mucha gente se jacta sin apuros de llevar un alma de negro enterizo y contrarreformista bajo las ropas de colorines. Tanto en lo político como en lo social. Son los discípulos inversos de Darwin, que viajamos del homo sapiens al orangután, oiga. Involucionamos a pasos de gato con botas, sí, y son ya muchos los que se encierran —ya sea inducidos por el miedo o la ignorancia, ya sea seducidos por el resplandor de baratija de las fake news— en espesas mazmorras ideológicas que dejaron de estar vigentes dos milenios antes del Big Bang, allí donde políticamente todavía deambulan, con sus garrotes troglodíticos y sus patrióticas pieles de bisonte de Altamira, Abascal y otros pecios que ha escupido a las playas europeas la digestión mal hecha de la historia.

De manera que habría sido una suerte que Vox fuera un partido tardomedieval. Pero no lo es, insisto. En el siglo XV se escribe la Celestina, que tal vez hoy no publicaría ninguna editorial, y Simonetta Vespucci, la Marilyn Monroe del Quattrocento florentino, posaba en topless para Piero di Cosimo sin que nadie, ni la Iglesia siquiera, se escandalizara. Hoy, en cambio, los algoritmos calvinistas de Facebook eliminan la foto de un pezón femenino, o el retrato de una modelo curvy por juzgarlo apología de la obesidad —ese delito de lesa incorreción política—, y los luteros y savonarolas de las redes sociales se apresuran a condenar a Nuria Fergó por exhibirse en convencional y muy corriente ropa interior. Esta mojigatería, y su equivalente en política, es la que canaliza Vox, un partido de zelotes frikis, de nacionalseminaristas. Un partido del que Alfonso Alonso dice que “le falta un hervor”, pero que le va a hacer mucha pupa al PP, pues, al asociarse este con aquel, lo legitima y redime. Lo cual parece importarle poco a un Juanma Moreno Bonilla excedido de cocción, ya que la alianza con la ultraderecha cañí le va a permitir esponjar el nalgatorio en la mofletuda butaca de San Telmo. Ciudadanos, por su parte, se ha pasado por lo más blando de la horcajadura la advertencia de Manuel Valls de que pactar con Vox sería traicionar la democracia. Pero todo vale y nada importa ya. Abríguense, que viene el frío.