Esta ha sido una semana para volver a creer en la política, tan desacreditada en los últimos tiempos. Lo ha sido, primero, porque la trayectoria de Pedro Sánchez, que dejó su escaño en el Congreso de los Diputados hace más de un año para no regalar su apoyo a Rajoy, reviste una cierta épica. El viernes la mayoría absoluta de la Cámara censuró al mismo presidente al que Sánchez se negó a apoyar y por lo que tuvo que dimitir. Y lo ha sido, segundo, porque ante la percepción de que nuestro Parlamento era un mero apéndice del Ejecutivo, el Congreso ha ejercido su función constitucional de control político y ha retirado la confianza a un Gobierno que se sostenía sobre una trama de corrupción organizada.

Nuestra sociedad no quería, no podía, ni debía asumir con normalidad que la Justicia acreditase que el partido del Gobierno se había financiado durante al menos dos décadas con dinero negro y que registraba una contabilidad extraoficial no verificada por el Tribunal de Cuentas. Durante años se ha producido un cierto proceso de naturalización de la corrupción, acostumbrándonos a que dirigentes políticos paseasen por los Tribunales e ingresasen en prisión sin que quienes convivieron con ellos asumiesen ningún tipo de responsabilidad. Por eso reconforta que, al fin y tras el punto de inflexión de la sentencia que pone en cuestión la credibilidad del propio presidente Rajoy, nuestras instituciones se activen y ejerzan su papel de checks and balances.

La moción de censura del PSOE venía, por lo tanto, impuesta por la decencia. Independientemente de si hubiera prosperado o no era una obligación registrarla para proteger la respetabilidad de nuestras instituciones. Pero no solo eso sino que, además, ha resultado una estrategia de éxito para acceder al Gobierno y liderar la agenda política en el medio plazo. Con una campaña agresiva de derribo en contra, el PSOE ha encabezado y capitalizado una respuesta rápida y eficaz frente al último escándalo que golpeaba nuevamente nuestro sistema democrático. Sánchez, fortalecido internamente, ha aglutinado en solo tres días una mayoría absoluta que acorrala al PP y le obliga a enfrentarse a su realidad de corrupción sistémica ya fuera del amparo institucional.

Ciudadanos, por el contrario, ha improvisado un argumentario que no cabía en la Constitución (moción de censura sin número de diputados suficientes y exigencia de convocatoria de elecciones a Rajoy cuando no podía legalmente hacerlo) y que denotaba nerviosismo. Ha caído en la tentación de que Rajoy se abrasase lentamente al calor de cada caso de corrupción con el propósito de dar cobijo a su electorado desencantado. Era legítimo, pero no lo era pretender que ello sucediese a costa de sacrificar la credibilidad de nuestro Estado. Les será difícil explicar un voto negativo ante una moción de censura que les aísla junto al PP y que presenta cierta incoherencia con su discurso de lucha contra la corrupción y con haber considerado que la legislatura estaba liquidada y que el crédito político del Gobierno estaba agotado.

¿Y ahora qué? El PSOE tiene una magnífica oportunidad de hacer frente a los retos inmediatos que nuestro país presenta y lograr un salto cualitativo en cuanto a su posicionamiento de cara a las siguientes citas electorales. La ciudadanía ha visualizado que, efectivamente, el PSOE representa esa izquierda institucional que es única alternativa de gobierno a la derecha. La fracasada moción de censura de Pablo Iglesias lo evidencia. El PSOE da un salto cualitativo en la intensa batalla por la hegemonía de la izquierda que lleva librándose desde las últimas elecciones europeas.

Del PP podemos esperar un regreso a 2004 en cuanto a fondo y formas, como ya anticipó la intervención de Rafael Hernando en el Hemiciclo el pasado viernes. Se desata ahora la verdadera competición por conquistar a la derecha sociológica de nuestro país entre dos partidos que, probablemente, forzarán una oposición sobreactuada y conflictiva para desestabilizar al Gobierno de Sánchez. Las de perder las tiene Ciudadanos, no obstante, que con un centenar menos de diputados que el PP quedará relativamente invisibilizado y al que le será complejo reubicarse en el nuevo escenario.

Por último, relevante también será observar qué impacto tiene lo ocurrido ayer en la crisis territorial que atraviesa nuestro país. Por primera vez en mucho tiempo el tono entre fuerzas estatales y nacionalismo catalán era respetuoso, esperanzado, de entendimiento. El catalanismo vuelve a integrarse en la gobernabilidad de España y ello constituye un capítulo novedoso en el conflicto territorial.