No, qué va. El otoño no es la eterna gresca de invierno de los políticos. Ni los días más breves. Ni el olor a humus de los libros en la mesa de novedades. Ni el desfile legionario de una cabra por la Castellana. Ni la caída de las hojas que los fotógrafos suben a Flickr. Ni el violín melancólico de Verlaine (les sanglots longs des violons, y tal y tal). El otoño es el sabor a miel de las uvas maduras.

Llego a esta conclusión después de haber pasado unos días en la realidad. Pues la realidad comienza cuando cierras los periódicos, apagas el móvil, sales de la mazmorra de las redes sociales y te quedas mirando en silencio estos granos de uva que ilumina el penúltimo sol de la tarde.

Los rodea un marujeo de avispas. Las avispas revolotean, husmean, chismorrean entre sí, zumban en andaluz, aunque estas hayan nacido en Castilla —cosas de la globalización y del aprendizaje de idiomas—, y finalmente se detienen a esnifar el néctar o el azúcar de las uvas o lo que hagan estos insectos. Al verlas cada año por estas fechas, las de la vendimia, siempre me acuerdo de Años y leguas, de Gabriel Miró, a quien hoy, creo, se lee poco o nada. Gabriel Miró es un Manuel Vicent con mayor inventiva verbal y más pegada metafórica, pero igualmente silencioso, epicúreo, triste y levantino.

El estilo gourmet de Miró contrasta con la prosa ultraprocesada de tantos narradores y columnistas de hoy, que urgen al lector no a demorarse en el texto como ante un paisaje o como ante el cuerpo de una mujer, sino a consumirlo rápidamente, vorazmente, industrialmente. En Años y lenguas, Miró, al observar las avispas en un parral, escribe que “vuelan con dejamiento, con descuido de sí mismas. No se preocupan ni de recogerse las patas”. Hoy, si alguien escribiera esto, lo echarían a los caniches de Twitter. Y, sin embargo, en una frase de Miró hay más talento que en las nebulosas y anglosajonas obras incompletas de, no sé, ¿Javier Marías?

En fin, ni mindfulness, ni coaching, ni demás éxtasis burgueses que oferta el lucrativo negocio de la felicidad. A estas alturas a mí me basta con rozar levemente un racimo con la yema de los dedos para afirmar los pies en el suelo. Porque quizá vivir consista en ir apagando todas las luces de las habitaciones hasta dejar solo una. Y la luz que me gustaría dejar encendida es el brillo del sol de octubre en los racimos de las parras.

Este también es un artículo político.