El discurso del odio no se implantó en la política de manera evidente hasta que Vox dio el salto a las instituciones. Hasta entonces, las batallas de la oposición contra el partido en el gobierno eran continuas, pero, aun dentro de la crispación, se mantenían en unos límites aceptables. La irrupción de la ultraderecha por la vía de las urnas ha supuesto un giro hacia la intolerancia, con la pretensión de enraizar también en la sociedad, y no se puede consentir. 

Se han producido situaciones especialmente graves. La escalada de provocación verbal, protagonizada en Vallecas por el presidente de Vox, Santiago Abascal, así como la chulería de la candidata a la presidencia de Madrid, Rocío Monasterio, en el debate de la Cadena SER, están teniendo tienen efectos muy inquietantes.

El capítulo más grave de esta deriva ha sido el envío de tres cartas amenazantes acompañadas de balas en el interior del sobre, dirigidas al ministro del Interior, Fernando Grande Marlaska, a la directora de la Guardia Civil, María Gámez, y al líder de Podemos, Pablo Iglesias. Un episodio muy grave que nos retrotrae a situaciones ya superadas y que recuerdan a un grupo de militares ultras que hablaban hace unos meses de fusilar a 26 millones de españoles.   

La actitud de Pablo Iglesias, levantándose de la mesa que moderaba la periodista Angels Barceló, ante la postura chulesca de Rocío Monasterio, que se había negado a condenar esas amenazas de muerte por correo postal al poner en duda su veracidad, supuso una reacción de salud democrática, secundada por el candidato Ángel Gabilondo (PSOE) y Mónica García (Más Madrid) 

 Aunque los expertos planteen dar respuesta oportuna a la ultraderecha, los representantes de Vox no dan mucho pie a esa opción. No les interesa el diálogo. Su estrategia consiste en reventar la legalidad e inocular su veneno ideológico. En este asunto no caben medias tintas, como las que pretendió Edmundo Bal (Ciudadanos): “Lo de levantarse de la mesa no es propio de socialistas”, espetó a Gabilondo. Debería entender Edmundo Bal que lo de gobernar con el permiso de la ultraderecha no es propio de demócratas.  

El PP de Madrid, por su parte, se cubrió de gloria con el tuit que borraron a toda prisa, “Iglesias: Cierra al salir”. El líder del PP, Pablo Casado, intentó justificarlo sin demasiada convicción y quitando hierro al asunto. Si el Partido Popular ha estado alimentando a la ultraderecha, permitiendo sus barbaridades y siguiendo sus políticas contra la Memoria Histórica, contra la igualdad o permitiendo sus ataques verbales contra los menores extranjeros sin familia, ahora puede estar lamentándolo. 

El PP se ha equivocado sosteniendo indirectamente a Vox, mientras la presidenta Isabel Díaz Ayuso no hacía ascos a la posibilidad de incorporar alguno de ellos a su equipo si repitiera gobierno. Hacen bien los progresistas negándose a compartir debates y espacios con Vox. No se trata sólo de unas elecciones, sino de que en esta sociedad no deben caber posturas que se aproximen peligrosamente al fascismo. Actitudes que amenazan la democracia, consolidada con tanto esfuerzo desde tiempos oscuros a los que muchos no quisieran regresar.