Esta de Celaá es la nosecuantésima ley educativa de la democracia. Una ley que va a mover algunas cosas de sitio, pero sin cambiarlas de lugar. Necesitábamos una mutación de paradigma educativo, no un lifting. Claro que mal puede llevarse a la práctica una reforma a fondo sin una reflexión previa sobre el tipo de ser humano que queremos conseguir a través de la educación, si un ciudadano libre, crítico e intelectualmente sólido, o el ciudadano pastueño, dócil y encapsulado en su hedonismo consumista que genera el sistema actual de enseñanza al servicio de los poderes económicos, un sistema que Celaá casi no va a modificar, ya digo.

Algunos de estos lavados de cara con agüita de rosas son el regreso de la Historia de la Filosofía como materia obligatoria en segundo de Bachillerato —ben trovato— y la supresión de la asignatura de Religión en el cálculo de la nota para acceder a una beca o a la universidad, pero esto último es como la picadura de un mosquito en la piel de un rinoceronte. O creamos una disciplina que sea Historia de las Religiones o hacemos que la religión pase a la historia. Y más teniendo en cuenta que en los colegios se habla menos del Jesús histórico que del Cristo de la fe. Uno puede creer en lo que quiera, por supuesto, pero su credo privado no debe sufragarse con dinero público. Estoy en mi derecho, efectivamente, de creer en dioses, en la bajada redentora del IVA o incluso en que Shakira es cantante y no otro de tantos idolillos de plastiqué de la “industria cultural” (Adorno y Horkheimer), una industria, ya que sale a colación, encargada no del perfeccionamiento humano, sino de transmitir los valores hegemónicos de la clase dominante.

Por otro lado, al Dios del madero lo hizo astillas no el laicismo, sino el neocapitalismo que la Iglesia acoge bajo sus dalmáticas de oro. Hoy Dios está sentado en la mesa presidencial de un consejo de administración. Y el Opus Dei no está haciendo mucho para devolvérselo a sus legítimos dueños: los pobres.

Y es que uno de los problemas de la educación en España es la enseñanza concertada —heredera de la escuela franquista—, que tiene la potestad de contratar a profesores guiándose, en muchos casos, por criterios ideológicos o religiosos, pero a cuyos docentes no los paga ella, sino el Estado. En muchísimos casos, la enseñanza concertada es una fábrica de prejuicios. Si aceptamos que uno de los fines de la educación es el respeto al de otra clase social, al de otra raza, al de otra cultura, al de otra religión, difícilmente la concertada puede cumplir este propósito, pues, como ocurre en la privada, los alumnos que la integran a menudo son del mismo nivel socioeconómico, y eso poca variedad de hechos e ideas les suministrará.

Imponiendo cuotas mensuales, en algunos casos de hasta cien euros, bastantes de estos centros se las ingenian, además, para no aceptar a inmigrantes y a alumnos de familias con pocos recursos, que van a desaguar en la pública. Por todo esto y por mucho más, aumentan las voces que exigen acabar con la concertada. Ahora bien, si suprimir este tipo de colegios es propio de los Estados totalitarios, como gritan los partidos de derechas y ciertos padres, entonces Finlandia, un ejemplo educativo a los ojos del mundo, es el más totalitario de los Estados, pues allí el 98% de la enseñanza es pública.

No parece, en fin, que el daimon interior de Celaá, más burocrático que socrático, tuviera la tarde inspirada cuando la ministra se protegió el mentón con la palma de la mano y se echó a cavilar en la reforma de la enseñanza, porque, en cuanto a la concertada, todo va a seguir más o menos igual que con la nefasta ley Wert.

Eso sí, sin más justificación pedagógica que la de avenirse al sonambulismo digital imperante, la ministra va a multiplicar los panes y los peces en el aula, o sea, los tecnocacharritos, mientras los brahmanes de Silicon Valley llevan a su progenie a escuelas donde se prohíben los aparatos electrónicos. Allí lo revolucionario es un profesor de carne y hueso —no Siri ni Cortana—con una tiza en la mano. Pues lo que estimula el aprendizaje de los chavales no son los colorines juglarescos de un iPad, sino los conocimientos y el ethos del profesor. Pienso en docentes como María Sánchez Arbós, Paulo Freire o el John Keating de El club de los poetas muertos, y, créanme, hay muchos profesores en España como Keating, profesionales que no necesitan pizarras digitales para dar a la sociedad no ya alumnos extraordinarios, sino personas extraordinarias.

Por otro lado, nadie ignora que las pantallas son cocaína digital. Y más para niños y adolescentes (léase Educación tóxica, de Jon E. Illescas, publicado por El Viejo Topo; un magnífico ensayo que disecciona el imperio de las nuevas tecnologías y alerta de los poco democráticos valores que transmite a nuestros hijos la música dominante, al servicio del capital).

Pero por si quedasen dudas respecto a los perjuicios de las nuevas tecnologías en la escuela, ahí están ciertos informes internacionales, como este de 2015, Students, computers and learning. Making the connection, que sostienen que, a pesar del dineral invertido por los gobiernos en ordenadores, los tecnocacharritos no mejoran el rendimiento en lectura y en matemáticas. Y Celaá, sin enterarse. Pero, claro, eso de repartir un PC a cada niño queda muy bien, pues los ordenadores son electoralistas y la demagogia digital da votos.

Decíamos que la ley Celaá es mucho ruido y pocas nueces. Tampoco va a suprimir o a atenuar la polémica educación por competencias, un modelo ideado por organismos económicos y financieros internacionales como la OCDE, el FMI y el Banco Mundial. Brevemente, la educación por competencias, aparte de carecer de justificación en la pedagogía y en la sociología de la pedagogía, consiste en llevar el modelo de empresa a las aulas. Implantar en ellas la teoría del capital humano de la Escuela de Chicago. La educación por competencias no persigue el desarrollo intelectual, moral, emocional estético y cívico del alumno, sino la adquisición de habilidades para que el día de mañana se amolde sin rechistar al mercado de trabajo.

Para conseguirlo es imprescindible arrinconar asignaturas que puedan cuestionar los fines del neoliberalismo, pues estas materias ven en el hombre algo más que una simple unidad de producción. De ahí que en el currículo escolar se empequeñezcan la filosofía, la literatura, el arte, la historia, la música. Y luego nos escandalizamos de que Auschwitz, la capital mental del horror, sea solo el decorado para un selfi, un espacio para que los jóvenes se retraten delante de las alambradas, de los barracones, de los hornos crematorios que aún huelen a humo y a espanto. Nos escandalizamos también de que los alumnos salen de las aulas sin comprender un texto complejo, sin saber redactar, sin conocer del Quijote más que dos o tres escenas tópicas, pero sin entenderlo, porque el Quijote no habla de un hidalgo loco y de un escudero de aldea; habla de ti. Luego nos escandalizamos, en fin, de que los jóvenes sean pasivos, gente que muere de sí misma a los veinte años porque no sueña, pues no se les ha enseñado a soñar.

En cambio, nuestros alumnos sí salen de la escuela con la lección bien aprendida, la única que, en realidad, se les ha estado inculcando desde niños: gasta, consume, hipotécate, endéudate, acepta trabajos de mierda, compite, enferma y, a su debido tiempo, muérete, pues —no te equivoques— solo eres un montoncito de polvo que cabe en una caja de cerillas. Has sido un ciudadano modélico. Lo pondremos en tu epitafio. Y, ahora, no importunes más, húndete en la tumba y calla, que mañana tus hijos tienen que levantarse pronto para ir a trabajar.