Escribo esta columna el 22 de agosto, el día que hace dos años la asamblea general de Naciones Unidas decidió designar como el día internacional en conmemoración de las víctimas de actos de violencia basados en la religión o las creencias. Con el corazón encogido por lo que ocurre en Afganistán y sorprendido por la escasa memoria de comentaristas y políticos sobre la historia del siglo XXI. 

La invasión de Afganistán, un mes después del atentado contra las Torres Gemelas en Nueva York, empezó mal y ha acabado peor. Fue un acto de venganza improvisado por los asesores de  Bush y con poca planificación para restaurar el orgullo herido de la gran potencia norteamericana. Como cuenta Barack Obama en Una Tierra Prometida, el primer volumen de sus memorias, en el conflicto afgano han fracasado todos los planes militares.

Después de la segunda guerra mundial, ninguna de las guerras iniciadas se ha ganado. Ahí están Corea, Vietnam, Irak, Siria y una casi interminable lista de conflictos para demostrar que la violencia no arregla nada. 

Ahora, cuando vuelve a hablarse de guerra fría, hay que plantear de nuevo que la única solución es el desarme total y global. Todo lo demás son distracciones: reducciones de los arsenales nucleares, destrucción de arsenales convencionales obsoletos, etcétera. 

Como dijo el teólogo Hans Küng, no habrá paz entre las naciones "sin paz entre las religiones", y ahora tenemos el problema añadido de las grandes religiones monoteístas, salvo la católica, secuestradas por sus sectores más integristas y fanáticos. 

No hay guerras justas, pero la violencia más injusta es la ejercida contra la mitad de la población del planeta: las mujeres que son las víctimas por acción u omisión de todos los conflictos pasados y presentes y, esperemos, que no futuros.

En este repaso a la frágil memoria histórica de nuestras clases dirigentes no podemos olvidar que casi todos los problemas del planeta tienen su orígen en el comportamiento colonialista y depredador de los grandes imperios.

Lo de Afganistán se puede repetir en muchos países del Sahel, por ejemplo, donde los planteamientos militares de Francia también fracasan. Pero no caigamos en el pesimismo. Hay soluciones y estas pasan por una reconversión de la industria armamentística, que está detrás de todas la guerras, y por una desmilitarización planetaria que convierta a los ejércitos en cuerpos de paz para evitar el desastre climático en el que estamos metidos.

Por supuesto, que los ODS (Objetivos de Desarrollo Sostenible) deben ser la hoja de ruta para una buena gobernanza universal, pero no olvidemos que no citan explícitamente la desmilitarización y el desarme total como metas a alcanzar.