El enfrentamiento entre ciencia y religión es un clásico, vinculado a la civilización humana desde el principio de las religiones monoteístas, que en los últimos tiempos ha resurgido con fuerza por la pandemia que estamos viviendo. Decía el gran científico y divulgador Carl Sagan que el primer defecto de la humanidad fue la fe, y la primera virtud de la humanidad fue la duda. La fe se mueve en el dominio del dogma, de la imposición, de la verdad revelada, es decir, de la supuesta verdad indemostrable, lo cual es una buena definición de la falsedad o de la mentira. La fe incita a la creencia ciega en algo cuya existencia es indemostrable. Niega la reflexión, el pensamiento, la búsqueda de la verdad, el uso de la razón. Promueve la superstición y la irracionalidad. Y difunde el miedo, la indignidad humana y la culpa.

Dice también otro gran científico, Richard Dawkins, que está en contra de cualquier religión porque la religión nos enseña a estar satisfechos con no entender ni querer entender el mundo. La realidad es que sin la duda, sin la búsqueda de la verdad, sin la ciencia, estaríamos a día de hoy todavía en los tiempos de las cavernas. Es la duda y el querer saber lo que siempre ha impulsado al hombre a avanzar y a progresar, pese al freno sempiterno de la religión al avance científico.

Sobra enumerar el nombre de los cientos de hombres de ciencia que han sido perseguidos por la Iglesia, cuando no ejecutados por la Inquisición, por divulgar hechos, leyes o avances que han supuesto una mejora del conocimiento, o del progreso de las sociedades, o de las condiciones de vida de las personas. Recordemos sólo a Giordano Bruno, quien fue quemado en una hoguera, en 1.600, por ser hallado culpable de herejía. Esa herejía era afirmar que el Sol es una estrella y que nuestro planeta no es el único, sino que existen infinitas cantidades de otros planetas en el Universo. Así de implacables son las cosas.

Si buscamos un poco de información sobre la historia de la Iglesia católica en relación con el avance de la medicina es como para ponerse directamente a llorar. Se opuso de manera tajante a la higiene, a las vacunas, a la investigación médica y al uso de la anestesia, por ejemplo. En las epidemias que se produjeron en Europa a lo largo del siglo XVIII, a las que los médicos respondían poniendo a los afectados en cuarentena, la Iglesia respondía imponiendo rogativas y procesiones multitudinarias, rompiendo las cuarentenas, para curar lo  que consideraban, y siguen considerando, castigos divinos. Lógicamente las epidemias no sólo no cesaban sino que se multiplicaban y aumentaban su incidencia de manera exponencial.

Una de las grandes causas de las pestes bubónicas o pestes negras de la Edad Media fueron los pequeños roedores que transmitían los microorganismos de la peste a los humanos a través de sus pulgas, y que se habían multiplicado de manera importante porque la Iglesia emitió varios edictos según los cuales los gatos eran la reencarnación del diablo y había que acabar con ellos. Efectivamente los gatos fueron perseguidos, quemados, exterminados durante varios siglos en el continente europeo; y, a cambio, al dejar de ser controlada la población de roedores, murieron por peste negra casi 25 millones de personas sólo en Europa.

En el siglo XIX la Iglesia se opuso con vehemencia a las vacunas. Muchos miles de niños murieron por la negativa durante años de la Iglesia a permitir la vacunación contra la viruela; el papa León XII (1823-1829) consideraba a la vacuna como “una herramienta del diablo”. Y, ante la terrible pandemia de SIDA en África la Iglesia rechazó a finales del siglo XX, con contundencia, el uso de profilácticos, contribuyendo, por tanto, a la propagación de la enfermedad que costó millones de muertos en el continente africano.

Y en pleno siglo XXI siguen insistiendo en las mismas absurdeces. El arzobispo de Valencia acaba de afirmar, en la misa del Corpus Christi, cosas como “el demonio existe en plena pandemia, intentando llevar a cabo investigaciones para vacunas y para curaciones”, o “la vacuna del coronavirus se hace con fetos abortados”. Realmente me cuesta asimilar que en estos tiempos en que la Iglesia ya no quema libros ni puede mantener a la mayoría de la población en el analfabetismo y en la ignorancia, se puedan emitir este tipo de barbaridades. Ya que estamos obligados por ley a no ofender los sentimientos religiosos ¿dónde queda la obligación de no ofender los sentimientos racionales, filosóficos, científicos o democráticos?

Queda muy claro que la oposición contra el progreso y el avance científico parece ser una clara consigna y una norma sistemática en el ámbito de la religión. ¿Estamos hablando de espiritualidad? Yo no lo creo. Decía Sagan que la ciencia no sólo no es incompatible con la espiritualidad, sino que es una profunda fuente de ella. Porque nada que no se base en la verdad puede ser espiritual. Y decía también este hombre con una de las mentes más brillantes de la historia que si quieres salvar a tu hijo de la polio tienes dos caminos: o rezar, o vacunarle.

Coral Bravo es Doctora en Filología