Rousseau fue un urbanícola deliberadamente paleto, un primitivo de levita ilustrada, un prejipi que tejió su filosofía con los planos ruinosos del Edén y los apuntes escolares de Adán y Eva, que él pasó al francés hipnótico y geométrico del siglo XVIII. Rousseau fue el publicista del buen salvaje, cuya bondad esbelta y pagana proviene no de la cultura o de la religión, sino de no estar contaminado por ellas. De ahí que el filósofo ginebrino prescindiera de engalanarse las ideas con la peluca redicha de los aristócratas e intelectuales. Y así, con la cabeza desabrigada y unos rizos discretamente aspaventeros en las sienes como única concesión a la moda, defendió la bondad natural del hombre frente a la sociedad, que es la que lo malea, ensucia y corrompe.

A Rousseau, que se desentendía de sus propios hijos, le sobrevivieron al menos dos: Tarzán y Mowgli. Ambos constituyen la fusión perfecta del ser humano con la naturaleza. Porque, para el autor de El contrato social, no son las instituciones, sino la naturaleza la única capaz de educarnos, convencido de que en una gota de agua hay más verdad que en la Metafísica de Aristóteles y más sabiduría en un rudo chozo pastoril que en el palacio de Versalles. Ahora bien, prosigue el filósofo, un hombre solo es feliz, o sea, plenamente humano, cuando es libre. La misión del Estado, pues, es obligarlo a ser dichoso, aun si se resiste. Más o menos así procedía la Inquisición, que solo quemó herejes por su propio bien, como agradeció Giordano Bruno, y así razonaban también Hitler, Mussolini, Franco, Stalin, Mao Zedong, Pol Tot, Suharto y otros entrañabilísimos filántropos. 

Del mismo modo que ellos, pensaba John Allen Chau, solo que a este el fascismo candoroso de la bondad le estalló en plena cara. Chau, recordarán, es el misionero baptista norteamericano que les llevó un par de peces y la palabra de Dios a los indígenas de una remota isla del archipiélago de Andamán, inexistente hasta que salió en The New York Times y descubrimos que flotaba cerca de la India.

Pues bien, parece ser que el joven predicador era uno de esos iluminados para quienes Dios es la única respuesta a todos los problemas, desde el cáncer a las dudas de Luis Enrique con las alineaciones. Y en consecuencia trató de imponer su ebriedad mística a todo aquel que no corriera lo suficiente. Su último intento fue con los indios. Pero los aborígenes de esta isla perdidiza —que, después de haber probado en el siglo XIX a qué sabía el té británico y colonial, prefirieron seguir con su civilizado modo de vida paleolítico— recibieron a flechazos al Rousseau yanqui y enterraron después la palabra de Dios en la playa.

Las tribus ibéricas no contactadas viven felices con sus taparrabos ideológicos y su nostalgia sepia

“Jesús os ama”, dijo el evangelizador antes de morir, según el barquero que prudentemente se mantuvo alejado de la costa. Chau pronunció la buena nueva en su inglés ecuménico para mayor claridad, pues algo debió de inducirle a suponer que los nativos leían cada tarde el Ulises de Joyce que rescataron del último naufragio de filólogos habido por allí.  

El misionero no ignoraba a qué se exponía. Había desoído las prohibiciones de las autoridades de acercarse a la isla, y no tanto porque temieran los efectos de la predicación del Apocalipsis de San Juan como porque un simple catarro primermundista habría tenido en la población autóctona el mismo efecto que una bomba. Pero el narcisismo nos puede. De ahí que los antropólogos insistan en que dejemos en paz a las tribus no contactadas.

Pienso lo mismo que ellos con respecto a las de nuestro país. Sobre todo, después de que a una periodista le dificultaran su trabajo cuando grababa un reportaje sobre los papeles secretos de Franco. O cuando unos buenísimos salvajes con banderas rojigualdas que ondeaban en blanco y negro en la plaza de Oriente escupieron, insultaron y patearon a unas activistas de Femen por opinar diferente en los últimos actos del 20N. No, no vale la pena concederles mucho tiempo ni alumbrar su “larga noche de piedra”. Los miembros de estas tribus ibéricas no contactadas viven felices con sus taparrabos ideológicos y su nostalgia sepia. Y aunque es posible que no hayan oído hablar jamás de Rousseau, estoy seguro de que a esas jóvenes las golpearon pedagógicamente solo para redimirlas de su error. Cada improperio, cada furia, cada salivazo, cada puntapié fueron por su bien.