A diferencia de Gregorio Samsa, Pablo Casado se despertó una mañana convertido, no en un monstruoso insecto, sino en un niño extraviado en El Corte Inglés. De modo que buscó unos padres que lo redimieran de su miedo. Los encontró en Wallapop, donde otros niños venden a los suyos cuando llegan a la adolescencia y los padres se les pasan de moda. Que él, Casado, se encontraba en una selva oscura, perdidizo y Alighieri, ché la diritta via era smarrita, etcétera.
Fue así como Aznar, al ver el anuncio, se apiadó de aquel huérfano, le hizo sitio en uno de los ventrículos de su generoso corazón y se lo llevó a la madrasa de la FAES, donde le enseñó al niño a enrollarse el turbante negro. A colocar bombas en Twitter contra el Gobierno. A disparar el Kaláshnikov del insulto soez. A gritar Allahu akbar cada vez que miente contra Sánchez o Iglesias. A arrastrar por el lodo la bandera nacional a pesar de que la agite en sus discursos democráticos, en los que hay, naturalmente, más discurso que democracia. Y, en fin, a difamar a España en Bruselas diciendo, por la boquirritina sosa de Dolors Montserrat, que aquí no existe un Estado de derecho.
Y todo esto mientras la cúpula del PP, más radicalizada/aznarizada que nunca, prepara los carros de combate exigiendo a los suyos que, en las campañas electorales de Galicia y Euskadi, se desentierren a los muertos del coronavirus y se utilicen como minas antipersona contra el Gobierno. Más o menos como ya hicieron con las víctimas de ETA. Es la apófrades o regreso de los muertos que tanto gusta al PP, pues a este partido le ponen los cadáveres, este partido es el novio legionario de la muerte. Y tanto es así que en sus desfiles en Twitter no le falta ni la cabra, o sea, Rafael Hernando.
Y, entretanto, Jiménez Losantos (de profesión, sus intoxicaciones) ejerciendo de Queipo de Llano y asegurando en su programa de periodismo yihadista que, si portara un arma y se encontrara con los de Podemos, les dispararía. Y después de esa enormidad, ¿qué? Pues fuese y no hubo nada, como diría mi señor Miguel de Cervantes. La Fiscalía, se conoce, solo existe para los titiriteros, no para los juglares del Régimen, a los que les importa España tan poco o tan nada como a sus amos. Me explico. Mientras el Gobierno negocia en Europa la ayuda para la recuperación económica del país —maltrecha por el coronavirus—, el PP le dificulta las gestiones y se atraganta en Bruselas con su propia ira diciendo, sobre poco más o menos, que ese dinero servirá no para reconstruir España, sino para hacer de ella un Estado bolivariano que pretende derogar la reforma laboral. Porque el dinero de Bruselas donde mejor está es donde lo ha puesto siempre el PP, es decir, en las empresas del Ibex 35 y no en las pymes, no en la casa del trabajador, del parado, del lumpenprecariat.
En fin, sonrío porque Casado dijo que iba a ayudar a Sánchez a combatir la pandemia y a remozar España. Y sonrío también porque entre todos íbamos a volver a la Edad de Oro, a crear un éxtasis de fraternidad, a mejorar el mundo. Al menos eso perorábamos durante las primeras semanas del estado de alarma, cuando estábamos tan confinados como asustados y jugábamos a revolucionarios de mesa camilla porque no teníamos fútbol ni uñas suficientes con que distraer la angustia. Pero el domingo pasado terminó el estado de alarma, y con él hoy esta larga serie de La realidad pixelada, y habrá que concluir que nos hemos movido poco del sitio. Todo sigue tan pixelado como siempre. O más.
En efecto, aparte de lo ya apuntado sobre Pablo Casado y alguna de sus vedettes mediáticas, ahí está Ayuso proponiendo una corrida de toros para homenajear a los médicos con olés de mantilla y clavel. Ahí está una jefa de ventas de Telepizza encargándose de gestionar la vida y la muerte de los miles de ancianos de las residencias de Madrid. Ahí están los fantasmas de cal viva que se le aparecen a Felipe González como a un Hamlet de Triana —¡ozú, quillo!— y la pereza de los partidos tradicionales para investigar a fondo el terrorismo de Estado. Ahí está el sucesor de aquella señora que desgració el Ecce homo de Borja, un restaurador de muebles que acaba de desfigurar una copia de una Inmaculada de Murillo. Ahí está la gente empujándose para acceder a las playas de la nueva normalidad o corriendo hacia ellas cuando baja la marea con tal de extender la toalla. Ahí están los pasotas de la mascarilla. Y los señoritos del campo quejándose de las inspecciones de trabajo. Y los negocietes saudíes de don Campechano I de España. Y los botellones juveniles porque, total, cada día que pasas en la UCI solo le cuesta al Estado 1.800 euros y, además, allí te dan de todo, tío, cama, sedantes, tubos, suero, mogollón de morfina, que no veas cómo flipas, estás guay, en plan todo relajado, colega, y hasta las enfermeras te dejan el móvil cuando te recuperas, y claro, pues tú te haces un selfi, ¿no?, que ya tenías mono, y luego le envías la foto a la peña para que se eche unas risas y ellos, mirad al Toni, buah, chaval, si parece que le estén metiendo banda ancha con tanto cable y jijí, jajá.
Concluyo, decía, La realidad pixelada. Doy las gracias a este periódico y a los lectores de mis pobres prosas profanas por haber seguido nítidos al otro lado de la pantalla. Nada se pierde, todo se transforma. De modo que la actualidad seguirá ofreciéndonos cada amanecer un episodio piloto de su absurda y, a menudo, dolorosa comedia. Cuídense. Nos vemos aquí el próximo viernes.