Los analfabetos del siglo XXI no son los que no saben leer ni escribir, sino aquellos que no sepan aprender, desaprender y reaprender la realidad. Lo decía el escritor norteamericano Alvin Toffler, aludiendo a la flexibilidad intelectual necesaria para superar los tópicos y las falsedades con los que somos adoctrinados y que ya, a estas alturas de la historia, sencillamente no nos sirven.

No es verdad que ningún dios creara a la mujer de ninguna costilla de ningún hombre, idea en función de la cual algunos han estado durante muchos siglos sometiendo y despreciando a las mujeres. No es verdad que la sensibilidad sea femenina y que los hombres no deban llorar: al contrario, las emociones no son femeninas, son humanas, y reprimirlas enferma y crea infelicidad, tanto a hombres como a mujeres. No es cierta la supuesta grandeza de personajes históricos que nos han vendido como salvadores o grandes adalides patrios.

El Cid campeador, el histórico, fue una especie de mercenario que mataba al servicio de su amo, y tuvo varios, por dinero. Pedro I el cruel en realidad no era cruel; de hecho, era un hombre mucho más sensible de lo que solían ser los hombres en su tiempo. Los crueles fueron sus hermanos, los Trastámara, porque para robarle el trono le asesinaron sin piedad; sin embargo, pasaron a la historia como los buenos de la película. Colón no descubrió América en 1492; no descubrió nada. América no fue descubierta, fue saqueada y expoliada.

En realidad, son tantas las mentiras y las falsedades que nos cuentan como verdades que la pregunta sería no a cuántos engaños nos someten sino cuántas cosas de las que nos cuentan son verdad. Dice una sentencia popular que la mentira tiene las patas muy cortas, y no es verdad. Muchas mentiras inmensas perduran durante muchos siglos y siguen pasando, para muchos, como verdades irrefutables, incluso aunque se demuestre su falsedad. Las fábulas religiosas, muchos hechos históricos, muchas supuestas gestas que esconden mucha miseria detrás, por poner algunos ejemplos.

Sin embargo, a veces, muy afortunadamente, triunfa la verdad. Y a veces el tiempo actúa como un juez justo de la historia y de la realidad que hay tras ella. Las autoridades competentes de la ciudad norteamericana de Los Ángeles acabaron de retirar, el pasado día diez, la estatua de Cristobal Colón que se levantó en el Grand Park del centro de la ciudad. Ello ha sido el resultado de una moción que fue aprobada en 2017 por la que se ha sustituido el “Día del descubrimiento” por el “Día de los pueblos indígenas”. La autora de la moción es Hilda Solís, exsecretaria de Comercio de EEUU y actual miembro de la Junta de Gobierno de la ciudad. Según ella “la estatua de Cristóbal Colón reescribe un capítulo manchado de la historia que carga de un falso romanticismo la expansión de los imperios europeos y sus explotaciones de los recursos naturales y de los seres humanos”.

La pregunta sería no a cuántos engaños nos someten sino cuántas cosas de las que nos cuentan son verdad

Considera también Solís que la retirada de la estatua es un acto de “justicia restauradora” que honra la resistencia de los pueblos originales de América, resistencia que llega hasta el día de hoy. El concejal demócrata Mitch O,Farrell lo ha dejado muy claro cuando afirmó a los medios de comunicación que la eliminación de la estatua de Colón “es un paso más en los avances para acabar con la idea falsa de que Colón descubrió América”, y cuando expresó que “Colón fue responsable de atrocidades, y sus actos contribuyeron al mayor genocidio de la historia. Su imagen no se tiene que celebrar en ninguna parte”.

Aquí, en España, como sabemos todos desde nuestra época de pupitres, nos venden la historia muy diferente. Nos adoctrinan en el hecho de que aquello fue gesta épica que llenó a España de “gloria” y “grandeza”, y ello para esconder en nuestras conciencias que no fue más que un expolio sangriento y una de las mayores muestras de la maldad humana cuyo objetivo era el botín americano, que se repartieron principalmente los reyes y la Iglesia.

Decía Albert Einstein que es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio. Y creo que tenía mucha razón. Por eso creo que es muy importante esa flexibilidad intelectual de la que hablaba Alvin Toffler, y que tengamos la suficiente lucidez como para cuestionarnos la realidad que nos cuentan, y la suficiente apertura como para intentar entenderla y reconstruirla de una manera más justa y más cierta, y sobre todo, más decente y más humana.