A la espera de la sentencia del Tribunal Supremo sobre los delitos atribuidos a los doce dirigentes del secesionismo catalán que siguen en prisión provisional desde hace ya muchos, demasiados meses, tanto la política propia de Cataluña como la política general de España entera viene en gran parte condicionada por lo que decidan los siete magistrados presididos por Manuel Marchena. Nadie cree que todos ellos vayan a ser absueltos de la totalidad de los delitos de los que se les acusa, del mismo modo que nadie duda que todos ellos recurrirán esta sentencia, primero ante el Tribunal Constitucional y luego ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. No obstante, esta sentencia del Supremo sea cual sea ésta, tendrá importantes repercusiones políticas, de forma especial en Cataluña, pero asimismo en toda España.

La judicialización de la política tiene estas consecuencias. Unas consecuencias derivadas de la evidente conculcación de leyes y también de la incapacidad manifiesta para encontrar vías de entendimiento y transacción en un conflicto político e institucional de extremada gravedad. En esto, por desgracia, estamos donde estábamos: con gran parte del separatismo catalán -liderado desde Bruselas por Carles Puigdemont y desde Barcelona por su vicario Quim Torra- empeñado en aquello tan castellano de “sostenella y no enmendalla”, mientras las tres derechas hispánicas compiten entre ellas con sus descalificaciones y amenazas a todo cuanto pueda sonar a intento de concordia, mientras desde el Gobierno en funciones de Pedro Sánchez no se sale del guion y templa gaitas, a la espera de que en el seno del nacionalismo catalán se impongan los sectores que ya han asumido que la vía de la unilateralidad está y estará siempre condenada al fracaso, tanto en España como en la Unión Europea e incluso más allá, en el mundo mundial.

En los dos extremos del conflicto proliferan los partidarios más irracionales del “cuanto peor, mejor”. Los unos, desde su propio extremo y apelando siempre a sentimientos y emociones nacionalistas, ansían una sentencia con condenas poco menos que de prisión perpetua, no sé si revisable o no, así como la aplicación permanente del artículo 155 de la Constitución, aunque por ahora no haya de nuevo motivo para adoptar esta medida, que nunca puede ser indefinida, y todavía menos permanente. Los otros, extremistas también y con sus propias emotividades y sensaciones victimistas, reclaman y exigen no solo una absolución absoluta de todos los acusados y van incluso mucho más allá al anunciar que “lo volverán a hacer”.

Que un activista como el presidente de Òmnium Cultural, Jordi Cuixart, dijera en su alegato final ante el Supremo que él no se arrepiente de nada de lo que ha dicho y hecho, añadiendo que “lo volvería a hacer”, es comprensible desde su personal e intransferible concepción del activismo político no institucional. Que la entidad que Cuixart preside nos advierta en plataformas públicas de propaganda política que “lo volverán a hacer”, empieza a ser quizás ya algo preocupante. Pero lo que personalmente me inquieta e intriga es que al menos yo no sé qué es realmente lo que “volverán a hacer”. ¿Volverán acaso a “jugar al póker e ir de farol”, como reconoció públicamente la exconsejera de Educación Clara Ponsatí, refugiada de nuevo en su residencia habitual en Escocia? ¿Volverán tal vez a intentar abolir tanto la Constitución española y el vigente Estatuto de Autonomía de Cataluña? ¿Volverán a dictar unas leyes de transitoriedad que en puridad acabarían con la separación de poderes consubstancial con la legalidad propia de cualquier Estado democrático de derecho? ¿Volverán a convocar un referéndum de autodeterminación de Cataluña? ¿Volverán a proclamar la independencia de Cataluña y, por tanto, la constitución de la República Catalana?

Y luego, ¿qué? Porque todo esto, y muchas cosas más, ya las hicieron. Por todos estos hechos y algunos más están a la espera de sentencia del Tribunal Supremo. Ninguno de aquellos hechos, desde las lamentables sesiones de los días 6, 7 y 8 de septiembre de 2017 en el Parlamento de Cataluña hasta la patética declaración de independencia del 27 de octubre del mismo año, que quedó suspendida al cabo de solo ocho miserables segundos, ha tenido ninguna consecuencia positiva para nadie. ¿Qué es lo que “volverán a hacer”? ¿El ridículo?

Por favor, reflexionen. Recapaciten. Aprendan de sus errores. No persistan en ellos. Recuperen la sensatez. Y, sobre todo, no nos amenacen más con algo tan chusco, ahora que ya conocemos los penosos resultados del primer intento, como que “lo volverán a hacer”.