Algunos adivinan o inventan el porvenir en los versículos calcáreos e irascibles de la Biblia; otros, como ciertos humanistas del Renacimiento, buscaban el futuro abriendo al azar la Enedia de Virgilio, cuyos versos, arma virumque cano, etc., interpretaban al trasluz de sus fiebres. La astrología, el vuelo de las cornejas, el tarot, los posos del café o los hexagramas de hojaldre metafísico del I Ching constituyen algunos de los muchos métodos de adivinación.

A los poco halagüeños augurios de Baba Vanga, la vidente ciega de los Balcanes, se acaban de unir los presagios de traje y corbata de los señorones del FMI. Sus pronósticos son aburridamente previsibles. Más que nada porque el futuro es una mediocre repetición de falsas sorpresas y porque el bicho humano es siempre el mismo mono con pretensiones de sublime, se vista de Dior o de chándal suburbial.

El caso es que el equipo de arúspices del FMI ha concluido, a partir del análisis de las vísceras de miles de artículos y utilizando complejas ecuaciones algebraicas —la moderna bola de cristal es el big data—, lo mismo que nos sobrecoge a todos sin necesidad de arquitecturas científicas ni aspavientos matemáticos: “El mundo irá peor”.

Los muchachos del FMI profetizan, en efecto, desobediencias, estallidos sociales, rebeliones. Y todo ese pandemónium será a nivel mundial. El coronavirus, arguyen, solo “ha puesto de manifiesto las fracturas existentes en la sociedad: la falta de protección social, la desconfianza en las instituciones, la percepción de incompetencia o corrupción de los gobiernos”. Que el mundo tal como lo conocemos se acerca a su fin es algo que se señaló a calzón bajado en el último foro de Davos, mientras en las casas hablábamos y discutíamos del coronavirus, que se ha convertido en el opio del pueblo.

Mucho antes que los videntes del FMI, el sociólogo e historiador económico Immanuel Wallerstein ya anunció el enfrentamiento global entre los defensores y detractores del capitalismo, entre las fuerzas de Davos y las de Porto Alegre. “Podemos estar seguros de que uno u otro bando ganará en las próximas décadas”, concluyó.

Los tiros pueden ir por ahí. Aparte de la crisis ecológica, que provocará dolor, muertes y cuantiosas pérdidas económicas, la sustitución de mano de obra por la tecnología acabará de darle la puntilla a la mal llamada clase media, sostén del capitalismo en la rueda maniacodepresiva de producción y consumo. Según ciertos análisis, el paro dudará entre el 50% y el 70% a mediados de siglo. Y los beneficios irán a la cartera, naturalmente, de los dueños de los robots y las máquinas.

A pesar de lo que defienden algunos partidos políticos, uno cree que la solución a la hecatombe que nos acecha no es aumentar los impuestos a las rentas más ricas para financiar empleo público, ni repartir la jornada laboral entre los que tienen trabajo y los que no para que todos nos unamos en las mismas lágrimas. La única solución para contener los desórdenes sociales de los que alerta el FMI es instituir de una vez por todas la renta básica universal; pero, para variar, en este punto nadie se pone de acuerdo sobre cómo financiarla. Randall Collins propone —a mi juicio, acertadamente— una especie de neocomunismo para acabar con las injusticias endémicas del capitalismo. Cómo injertarlo en el sistema es algo que no queda muy claro.

Otro síntoma de descomposición que preparará el fin del mundo tal como lo conocemos es que las democracias son cada vez más débiles, y no por el auge del nacionalpopulismo o por la presencia de partidos antisistema, sino porque aquellas constituyen un obstáculo para la rentabilidad del modelo económico capitalista imperante, que cada vez reclama menos regularización, menos impuestos, más movilidad del capital; defiende el despido libre y, por su propia lógica de acumulación, impide la distribución equitativa de las riquezas. De ahí que Colin Crouch hable de posdemocracias. Muerto el keynesianismo, los Estados no mandan; obedecen. Son los mercaderes y los prestamistas quienes rigen el mundo sin tener que rendir cuentas a nadie. Lo cual explica que las patronales sean cada vez más fuertes y los sindicatos más débiles, y que millones de ciudadanos dependamos de las decisiones, no de los políticos, sino de los ejecutivos de los bancos centrales, tan arbitrarios y remotos como los burócratas de El castillo de Kafka.

En definitiva, si no se conjuran los males que anuncia el FMI adelantándose a ellos, las profecías de Nostradamus serán tan risueñas como esas frases de las galletas de la suerte que daban en los restaurantes chinos. Y no se conjurarán esos males, por supuesto, porque hacerlo supondría la muerte del capitalismo a manos de sí mismo. De modo que se nos avecinan tiempos frondosos en calamidades. Que los inexistentes dioses nos protejan o, mejor, que nos conviertan en ríos o en árboles para no verlos.