Antes, allá en la posguerra, los niños pobres teníamos piojos, otra de nuestras simpáticas costumbres como la tuberculosis, las gachas de almortas, los dientes negros y secesionistas, los calcetines confeccionados con pura lana virgen de papel de periódico, el fusilamiento de papá contra las tapias malvas del amanecer o la obligación de estirar el brazo hacia el bigote de un hombrecito que nos miraba muy atento desde aquella foto que colgaba sobre la pizarra de la escuela, donde el maestro escribía muy grande la fecha de la batalla de Clavijo y nos enseñaba a ser buenos españoles con una varita mágica de fresno.

Todo esto lo sé porque me lo ha contado la abuela. Pero aquel tiempo pasó y los niños pobres, hoy, ya casi no tenemos piojos, salvo algún friki que suspende nostálgicamente los exámenes de inglés con la estilográfica del abuelo. Ahora, con esto del neoliberalismo, el consumismo y otras palabras raras que dice mamá cuando habla con la tía Mónica, vivimos muy bien. Y, si no, en casa siempre tenemos a mano el número de Cofidis, que a mí me suena a videojuego pocho y caducado, pero que en realidad son unos señores que, cuando les llamas, te dan dinero para que compres todas las pizzas que quieras. No sé por qué llora mamá después de colgar el teléfono.

Hoy, los niños pobres tenemos de todo, efectivamente, como los reyes de antaño: colesterol, hipertensión, niveles altos de triglicéridos y grasas, muchas grasas, que dice mi abuela que parecemos angelotes de Murillo, uno que hacía pósteres de señoras con bebés para decorar museos.

Ayer nos explicó el profe que los niños comemos de media al año nuestro propio peso en azúcar. Borja, que opina que el teorema de Pitágoras es un complot de los padres para impedirnos jugar a la Play, no se lo creyó: “¡Tú flipas, profe!”.  Yo, al principio, tampoco me lo creí. Pero el profe nos contó que el azúcar no solo estaba en el chocolate, en los bollos, en los helados o en las chuches, sino mayormente, eso dijo, mayormente, en los lácteos, los embutidos, los zumos de bote, los platos precocinados, las salsas de tomate, las carnes procesadas, los cereales del desayuno, los patés y los caldos de verduras. Lo apunté tal cual lo dijo en el cuaderno. Luego nos leyó fragmentos de un informe que lo demostraba. “Buah, profe, así es muy difícil comer bien y estar sano, por mucho ejercicio que hagas”, protestó Borja. El profe se atragantó con su propia sorpresa y no supo qué contestarle.

Nos recomendó, eso sí, con esa voz tan delgadita suya por la que sube un hombre pálido y muy triste, que tuviéramos mucho cuidado con el azúcar: “Es tan adictivo como la cocaína”. La cocaína son esos polvos blancos que los malos de las pelis respiran con un canutito en los servicios. Yo creo que deben de hacerles cosquillas en la nariz, como el picapica o el polen de los árboles en primavera, porque luego se la frotan mucho y hacen cosas muy raras.

La tía Mónica ha venido a vernos esta tarde y me ha preguntado que qué tal me iba en el cole. Al lado de la taza de café, mamá le había servido un platito con un cruasán. Cuando alargó la mano para cogerlo, le grité: “¡No te lo comas, tía, que es cocaína y va a picarte un montón la nariz!”. Ella se rio a carcajadas. Mamá, en cambio, estaba muy seria. Tuve que explicarles por qué había dicho aquello de la cocaína, y entonces la tía Mónica habló de no sé qué ministro que va a prohibir la publicidad de alimentos poco saludables en los canales infantiles de la tele y que a ella eso le parecía muy bien. “Mejor estaría”, le replicó mamá, “que promovieran políticas públicas que aseguren a las familias con pocos recursos el derecho a una alimentación sana y equilibrada. ¿O es que tú ves muchos niños gordos en las familias pudientes?”. Después se pusieron a hablar de no sé qué clases sociales y me aburrí. Así que me vine a mi habitación a escribirte este email. ¿Vendrás a verme el fin de semana, papá?