Creo que pocos niños tienen ya abuelos. Tienen canguros o incluso asistentes personales 24h. Pero no abuelos. Los abuelos te prolongaban la vida para que vivieras más; te entregaban sus palabras, sus saberes, su experiencia, su tiempo, para que vivieras más, para que nunca te alcanzase la muerte.

¿A qué mundo nos invitaban los abuelos cuando decían albardón, celemín, bieldo, espetera? ¿Por qué si a una vaca se le reblandecía el rabo era señal de que iba a parir? ¿Por qué no podías sentarte bajo la sombra de la higuera si antes no le habías arrancado tres hojas? Los abuelos eran sabios. Veían lo que no se ve. Por si fuera poco, conocían extraños hechos futuros. “Cuando seas mayor y vayas a la mili…”, decían. Te enseñaban, además, que, si lo mirabas durante un rato, en silencio, el fuego te contaba historias. Una nueva, cada vez. También te demostraban que las auténticas películas de misterio no estaban en la tele, sino en el interior de un grano de uva o en el aleteo caudaloso y diminuto de una mariposa.

Pero, un día, el fuego se transformó en una caldera de Gas Natural y alguien determinó que la memoria, las palabras, ya no valían. Fue así como los abuelos fueron quedándose huérfanos de nietos. La educación sentimental del niño recayó entonces en erráticos ministros de incultura, en youtubers medio analfabetos, en padres enfermizamente racionalistas, obsesionados con la eficiencia escolar de sus hijos, como si estos fueran pymes familiares, y en siniestros pedagogos —valga la redundancia—, que decidieron que Caperucita Roja era un cuento sexista, sin haber leído antes a Bettelheim y su esclarecedor Psicoanálisis de los cuentos de hadas, naturalmente. Un cuento que solo podría aprobarse en la nueva versión si a la muchacha se la transformaba en trisexual por lo menos y al Lobo en un activista californiano de la teoría queer.

Varujan Vosganian (Rumanía, 1958) tuvo abuelos, sin embargo. Y un mundo en que guardar las lágrimas de su pueblo. Nacido en una familia armenia que marchó a Rumanía huyendo del genocidio turco, Vosganian es profesor, poeta, ex ministro de Economía y Finanzas de su país; pero es, sobre todo, un hombre que recuerda lo que otros no olvidaron.

Hoy que la literatura se reduce, en general, a entretener a las masas con relatos sobre psicópatas, sobre vampiros adolescentes, sobre mojigatas perversiones sexuales y egóticos conflictos pequeñoburgueses, se agradece El libro de los susurros (Pre-Textos) del autor rumano, que es, dicho rápidamente, como la entrada de aire fresco en la habitación de un tuberculoso. “No es un libro de Historia, sino de estados de conciencia”, precisa el narrador. Los del pueblo armenio, que son los de todos los humillados de cualquier época, de cualquier tiempo. El protagonista del relato es colectivo; las voces, individuales. Destacan las de Garabet Vosganian y de Setrak Melichian, los abuelos paterno y materno, respectivamente, del autor.

Los primeros compases del libro suprimen eficazmente la realidad exterior y te cierran los oídos a cuanto no sea el rumor de niebla de las palabras. “Soy un hombre que ha vivido lo indecible en este mundo. Y que precisamente por eso no ha vivido. Mis padres están vivos. Significa que yo todavía no he nacido del todo. […] Mi primer maestro fue un ángel viejo. Quien nos hubiese contemplado de lejos, al fondo del patio, habría visto a un niño sentado al pie de un gigantesco nogal”.

A pesar de los hechos atroces que se nos narran, la obra está recorrida por la ausencia de odio y venganza. Y está recorrida también por ráfagas líricas, que no nacen tanto del tratamiento del lenguaje como de la visión de la realidad por parte del narrador rumano. En este sentido, Vosganian me recuerda a Cesare Pavese, incluso en ciertas modulaciones sintácticas. Hablando de la ciudad de Focşani, dice: “A medida que yo crecía, las calles se estrechaban y las casas encogían. Realmente, así había sido siempre, pero […] en los cimientos de los edificios y en las pilastras de los porches no tendrían que haber puesto vigas de madera seca, sino troncos vivos. De esta manera, las casas habrían crecido a la vez que los hombres, el mundo no menguaría y el tiempo no se acortaría”.

El murmullo es el escondrijo de las palabras cuando las atormenta el horror. Por eso en el relato no hay voces altisonantes, a pesar de que por El libro de los susurros desfila el primer y minucioso genocidio de la historia —el del Imperio otomano contra el pueblo armenio entre 1915 y 1923, que se cobró un millón y medio de víctimas—. Por sus páginas, en efecto, pasan otra vez los convoyes de deportados hacia el desierto sirio de Deir ez-Zor, donde miles de armenios perecieron de hambre y donde “los niños miran como desde otro mundo […]. En sus ojos no hay odio; habían vivido muy poco para entender y condenar. Tampoco hay súplica, ya que habían olvidado lo que era el hambre; no hay tristeza, pues no habían vivido las alegrías de la infancia; no hay olvido, ya que carecían de recuerdos. En sus ojos está la nada. La nada, el ventanuco entreabierto al otro mundo”.

Y desfilan también las fosas comunes, y los campos de concentración, y el Holocausto judío, y las migraciones y, en definitiva, todas las variantes de la brutalidad humana que se desplegaron a lo largo y ancho del siglo XX en nombre de las ideologías.

Estas páginas, sin embargo, no hablan de muertos, sino que son los muertos quienes hablan. El libro de los susurros es la Comala mental de los armenios. Tal vez la novela que habría escrito Juan Rulfo después de haberse tomado un café en casa de los abuelos de Vosganian. Una obra intensa y conmovedora. Mi recomendación literaria para estas vacaciones.