Ha llegado como un huracán de fuego, como un apocalipsis rojo de poesía, como una bacante tracia bajo el sol de medianoche de Madrid. Angélica Liddell, sacerdotisa de sí misma, ángel triste de plata negra, acaba de bordar su letra escarlata en los teatros de Canal. Allí la dramaturga ha representado una obra dionisiaca y casi snuff contra el becerro de oro, que ya no es el dinero verde y fecal, sino el neopuritanismo. Esa peste que está ulcerando el mundo y que en la era de Twitter nos ha trasladado otra vez a la Nueva Inglaterra del siglo XVII, cuando podías nutrir una hoguera con tu biografía por negarte a balar al son del rebaño.

Angélica Liddell, cuyo nombre civil es Angélica González Cano, es una poeta, dramaturga y actriz extraordinaria. Solo que aquí no lo advertimos hasta que triunfó en Aviñón y salió en The New York Times (en España el talento lo reservamos para opinar del hummus de Mercadona). Bautizada en la misma pila que Salvador Dalí, la escritora cuenta que le habría gustado ser Kate Moss y que alguien le hubiera dedicado un libro como hizo Lewis Carroll con Alice Liddell, la protagonista de Alicia del país de las maravillas. Pero su infancia fueron recuerdos de cuarteles y pistolas —su padre, militar— y solo la bendijo, ya adulta, un vagabundo que era un monográfico de pringue. Ocurrió en Nápoles. Sin mediar palabra, el mendigo la detuvo y le lanzó un escupitajo lodoso que ella prefirió no limpiarse de la cara. “Ya estoy bendecida”, escribe en Una costilla sobre la mesa.

Angélica, entre cuyas sílabas se ocultan un ángel y una gacela, tiene una nariz temperamental y los ojos oscuros y lectores por los que han pasado Artaud, Cioran, Eurípides, Sara Kane y todo el tenebrismo nómada del Antiguo Testamento, lo que se los ha oscurecido aún más. Angélica mueve unas manos parlanchinas que expresan la angustia mejor que su voz, donde hay un paganismo dionisiaco con olor a toro de Creta y a sangre arcaica. Pavorosa como el Cristo de Grünewald —tal vez la crucifixión más agónica de la historia del arte—, ella ni habla ni siente de memoria. Entre sus muchas lecturas, no mera decoración naif, sino carne de su carne, figura el Gorgias de Platón. Ahí se exige al artista que cuente siempre lo útil, complazca o no a los oyentes.

De modo que, el otro día, esta mujer de acero y hojaldre que físicamente tiene algo de hada y de ménade nos arrojó una chispa de su mundo y nos incendió nuestro infierno de cartón piedra. Porque el suyo no es un teatro tibio y coñazo, como ese cuyos argumentos parecen extraídos del recibo de la luz. No, el teatro de Liddell, su voz verde en la que se oyen crecer muertos y ortigas, su lenguaje de pétalos y abrojos, como entre el de Píndaro y una choni, es un viaje nocturno al bosque de los ahorcados. Una búsqueda de aquello que une al místico con el pitecántropo: la belleza perdida. O, mejor, la belleza asesinada por un mundo que desprecia el humanismo y enaltece la American Express.

A este paso nos vamos a tener que reproducir por esporas, como los champiñones.

Pues bien, si en Yo no soy bonita denunciaba los abusos sexuales y en El año de Ricardo nos mostraba que tras nuestros regímenes democráticos acechan los regímenes totalitarios, esta vez Liddell sube al cadalso al puritanismo de tinieblas del #MeToo. Y es que después de este movimiento, que tiene menos de feminismo que de tiranía de corral, el mundo se nos ha vuelto más tóxico aún. Ya lo señalaron Catherine Deneuve y otras cien señoras de la cultura francesa. Una cosa son los abusos, las violaciones, los asesinatos de mujeres —delitos muy graves a los que urge poner freno y que uno mismo ha denunciado en este periódico—, y otra muy distinta el talibanismo púrpura del #MeToo.

Sin embargo, a las misandras y a su peculiar “justicia de revista de peluquería”, como dice Liddell, el hombre las ofende. Creen que la seducción y la galantería son violencias machistas imperdonables. No hablan, sin embargo, de que también suceden casos de hostigamiento o violación a la inversa. Hace poco, el filósofo Antonio Escohotado declaraba haber sido violado por tres mujeres en Ibiza. Pero a las chicas del #MeToo esto les da igual, claro. Lo que les haya ocurrido a Escohotado y a otros varones forzados por mujeres —cuyo número no es en absoluto anecdótico o desdeñable, según las investigaciones de Lara Stemple, profesora de Derecho de UCLA—, no va a hacerles cambiar de idea. Para ellas cualquier hombre es un monstruo, un falócrata, un depredador sexual, un pornógrafo, un pervertido, un acosador que solo merece la cárcel o el manicomio. A este paso nos vamos a tener que reproducir por esporas, como los champiñones.

Algo así deben de andar pensando todos aquellos a los que un simple roce o el ceder el asiento a una mujer en el autobús con una sonrisa les ha costado la crucifixión en el Gólgota de las redes sociales. Y todo sin posibilidad de defenderse, que para eso vivimos en un país democrático en el que los dos derechos más respetados son la presunción de inocencia y la libertad de expresión, creo que por este orden.

Hoy se pretende que la ideología y la ley sean la misma cosa

En fin, contra este fanatismo hipercalórico arremete Angélica Liddell en su adaptación de La letra escarlata. “No me gusta este mundo en el que las mujeres han dejado de amar a los hombres”, asegura. “Antes era la religión. Ahora, la ideología. Hoy se pretende que la ideología y la ley sean la misma cosa”. Y razón no le falta. Un ejemplo de anteayer. Todavía con el cadáver insepulto del marino que besa para siempre a una enfermera en la foto de Alfred Eisenstaedt, aparecieron pintadas del #MeToo en la estatua de Sarasota (Florida) que representa a los protagonistas del beso célebre. La mujer, muchos años después del achuchón de Times Square, confesaría que aquello fue una forma de decir, y cito textualmente: “Gracias a Dios, la guerra ha terminado”. Nada más. No lo entienden así, en cambio, las ofendiditas púrpura. Ellas prefieren distinguir en aquel beso una agresión sexual en toda regla. Por suerte, el viejo soldado octogenario tomó la precaución de morirse antes de que empezara la cacería. Pearl Harbor habría sido una broma en comparación. Ni la santa ira de Angélica podría haberlo salvarlo.