A nadie nos es ajena la exagerada proliferación de banderas españolas que se exhiben por todas partes en este país en los últimos tiempos. Hasta en la sopa. Dice la sabiduría popular que se suele carecer de eso mismo de lo que se presume. Y quizás haya algo de cierto en relación con esta cuestión. Porque presumir de bandera, enorgullecerse de un trozo de tela, carece absolutamente de sentido si no se siente amor de verdad por el país al que se pertenece y por su gente; y eso empieza justamente por la gente que nos rodea, por la gente de nuestra ciudad, de nuestro pueblo, de nuestro barrio, por el vecino de al lado. Y realmente dudo mucho que mucha de la gente que se dedica a exhibir, yo diría que, con soberbia, el símbolo patrio esté movida realmente por ningún sentimiento de amor ni de solidaridad. Muchas veces seguramente sea, justamente, por todo lo contrario. Porque realmente quien ama a la gente de su país también ama, en general, a la gente.

Los patriotismos y los nacionalismos pueden tener sentido para, por ejemplo, liberarse de un invasor extranjero. Pero también pueden ser un grave peligro que lleve a un país entero a convertirse en enemigo de sí mismo; y también puede llevar a una sociedad o a un país a creerse superior al resto y a aislarse del mundo; es decir, a la cerrazón, a la soberbia y a la ignorancia. Ignorancia porque la nacionalidad es fruto de una pura casualidad, no de ningún mérito ni demérito de nadie, y porque, como dice el filósofo y articulista Felix Ovejero, “detrás de las ideologías están Hobbes, Marx, Locke. Pero detrás de los nacionalismos no hay nada: sólo el vacío más absoluto”.

Nada mejor para alentar la sinrazón que fomentar el amor a lo propio basándose en el odio a lo ajeno. Lo percibimos muy bien en las propuestas que últimamente están saliendo a la luz por parte de la derecha, que si ya era extrema, ahora, con algunas formaciones de aliadas, se están saliendo del renglón. El Partido Popular de Castilla-La Mancha ha adelantado algunas de sus propuestas de su programa electoral para las próximas elecciones autonómicas. Adelanta el posible pacto con Vox y asume el discurso del partido de extrema derecha con medidas como clases de “españolidad” en las aulas y la creación de una marca protegida para defender y promover los festejos taurinos. Es decir, solamente teniendo en cuenta estas propuestas, mejor no enterarnos del resto, el retroceso a la España más negra sería bochornoso e inmediato.

Presumir de bandera, enorgullecerse de un trozo de tela, carece absolutamente de sentido si no se siente amor de verdad por el país al que se pertenece y por su gente

Porque me pregunto qué es realmente eso que llaman “españolidad”. ¿Acaso es orgullo de ser españoles? ¿Es querer la evolución de la sociedad española? ¿Es la inquietud por que los ciudadanos españoles puedan todos vivir con un mínimo de dignidad? ¿Españolidad tiene que ver con defender la subida de las pensiones misérrimas de los ancianos y los discapacitados españoles? ¿o con aspirar a que mueran menos mujeres a manos de los hombres? ¿Quizás es también anhelar que las personas que han nacido y viven en España puedan ser felices porque sus derechos son respetados? ¿Acaso defender la españolidad es desear que los sueldos de los españoles sean justos y les permitan vivir con dignidad? ¿Los que defienden la españolidad sueñan con una educación pública, que es la que reciben la inmensa mayoría de los españoles, que sea de calidad, o con una sanidad pública que atienda debidamente sus problemas sanitarios? Me temo que no.

La hija de mi mejor amiga, una joven y preciosa veterinaria, me decía hace unos días que se va a Inglaterra con una oferta de trabajo que incluye formación continuada y un sueldo que triplica los salarios vergonzosos y miserables a los que podría, con mucha suerte, aspirar aquí. A los que tanto defienden lo que llaman “españolidad”, a esos que presumen de bandera, les diría que amar de verdad a este país no es devolverle a lo peor de su historia, a sus negruras más vergonzosas, a sus crueldades más tenebrosas, sino todo lo contrario. Seguramente amar a este país tenga que ver con convertirle en un país justo, digno, libre, democrático, en el que nadie tenga que vivir sin un techo en el cobijarse, en el que se respeten los Derechos Humanos, en el que se evolucione y se rechace la adicción bárbara a matar animales;  y, por supuesto, en el que una chica universitaria de veinte años no se tenga que ir al extranjero porque en su “patria” un sueldo digno le está vetado.

Decía literalmente el gran Schopenhauer en Los dolores del mundo que “todo imbécil execrable, sin nada en el mundo de lo que pueda enorgullecerse, se refugia en el último recurso de vanagloriarse de la nación a la que, por casualidad, pertenece”. En las aulas lo que realmente hay que enseñar no es “españolidad”, sino humanismo; no adhesión a la tortura, sino al conocimiento, al arte, a la ternura, y no amor sólo por lo propio, sino amor, sin adjetivos.