No es verdad que estemos retrocediendo como proclaman los apocalípticos y otros cuervos de papel. Es que la Edad Media aún está pasando por gran parte de España. En efecto, mientras por estas fechas las Jennifers de Serrano se toman una piña colada con Louis Vuitton bajo una sombrilla en las islas Fiji y la poca clase media que ha sobrevivido a Rajoy se tuesta en las minuciosas parrillas de Levante, el resto del país se va de flashback. 

Me explico. Ayer se celebró la festividad de San Roque, a quien se le ofrendan capeas y encierros en media España. Unos días antes, el estruendo lisérgico de los cohetes anunciaba la orgía de barbarie, las toneladas de basura, las verbenazas, el pringue de chorizo, las borracheras solemnes, la pasión por el sadismo que llenará durante una semana la España de las moscas.

Hechizados por la costumbre de la crueldad, que ellos llaman cultura, numerosos pueblos repiten el estriptis agosteño que deja al descubierto las llagas nacionales. Es matemático. Irrevocable como la ley de la gravedad. Promediado este mes, la mitad del país se levanta alegre la túnica por encima de la rodilla, como san Roque, y se señala con el índice las pústulas que el cretinismo moral nos ha dejado en el muslo. Pero en lugar del perro sanroqueño, hay en los altares de los pueblos de España un toro asustado que escarba un hoyo en la arena de la plaza por el que escapar a la dehesa de la que lo deportaron con picas de sangre, mientras un aldeano con la barriga desbordándosele por encima del cinturón y un as de bastos en el puño vocifera al morlaco desde la empalizada, alentado por una peña taurina de adolescentes que se cultiva con sangría y el Réquiem de Mozart que no toca la banda del pueblo.

Es la España de casquería y gallinejas. La España del oficio de tinieblas bajo el sol de agosto. El aquelarre en que los brujos y brujas de la nación besan con deleite el culo al Belcebú de la brutalidad. La víctima es el toro, el penúltimo Jesucristo cuya sangre beben como si fuera vino en medio de la canícula. Porque seguimos encallados, a pesar de los savateres, los dragós y el noviete de la Preysler, en la Edad Media. Y ahí vamos a continuar, me temo, mientras ciertos intelectuales persistan en defender, no con argumentos, sino con alambres de espino, la fiesta nacional y sus aledaños rurales, donde se tortura a un toro por mera diversión. Más nos valdría leer, para trasquilarnos un poco la pelambre de la dehesa, a Victoria Camps, quien sostiene que “la ética tiene que abrirse de forma que dé cabida a otros seres distintos de los humanos”. En otras palabras, dado que la moral nos prohíbe ser crueles con el prójimo, no hay una ninguna razón para no extender esta norma a los animales, máxime teniendo en cuenta que alguno de ellos, como el toro, está bastante más evolucionado que los bípedos irracionales que los maltratan.  

En fin, que aunque según el calendario estamos en el siglo XXI, aún faltan muchos años para 1567, cuando el papa Pío V promulgue la bula contra los encierros y las corridas taurinas aduciendo que estos espectáculos “sangrientos y vergonzosos” son más propios del demonio que de los hombres, a ver si toma nota el actual inquilino del Vaticano, que en nuestro terruño de taurómacos y santos patrones el toro vive en un Alepo perpetuo, como tantas mujeres en sus casas, dicho sea de paso, donde al otro lado de la mesa se sienta cada noche un minotauro en forma de marido.

Ahora bien, cuando por fin llegue la orden papal de Pío V, caerá en saco roto y de nada servirán más tarde las voces ilustradas de un Jovellanos, de un Blanco White y de sus herederos intelectuales. Y menos aún después de que un partido ultragodo empitonara la sensatez declarando las corridas de toros bien de interés cultural, lo que equivale a subvencionar con dinero público la ejecución de estos animales a manos de un matarife travestido de drag queen con una tizona en el capote.

Así, pues, en nombre del sacrosanto término cultura —ese talismán que ya iguala a Cervantes o la penumbra introvertida de una vela de George de La Tour con el gañán que hostiga al toro para que embista— hemos reventado a pedradas las farolas del Siglo de las Luces. Y nos hemos quedado a oscuras, claro. Aun así, no hay que temer, que para eso están los cientos de miles de libros de las dos librerías que cierran diariamente sus puertas en España. Un pueblo ingenioso e instruido como el nuestro no ha dudado en aprovechar esos volúmenes, que seguimos en crisis, y los ha reciclado en fogatas que arden en los cuernos de un morlaco. A ver quién se atreve a decir ahora que los toros no son cultura.