Fuego, fuego, que se quema la Dehesa de la Villa, que se incendia el bosque obrero, que arden mi infancia y la ancha eternidad de pinos que no consiguió segar Filomena con sus hoces de enero.

Fuego, fuego, fuego. Y saltan las chispas en una hípica de llamas. Y se retuerce el humo en capiteles de viento.

Fuego, fuego. Que hay fuego al noroeste de Madrid, que se quema este cielo bajo el que, otoño del 36, ay, Carmela, otro fuego —corazón y pueblo— le chamuscó el bigotillo a Franco.

Despertad, corred, vecinos de Moncloa, vecinos tetuaneros, que hay fuego, que se quema la Dehesa de la Villa, domingo 18 y julio, otra guerra civil, solo que, esta noche, mueren muy solos los pinos quietos.

Fuego sobre fuego. Y más fuego. Y arde ya la biblioteca de Alejandría de los almendros. Y vuela en el aire una calderilla de pavesas y espliego.

Noche roja en la noche negra. Sirenas azules y cascos de bomberos. La Dehesa de la Villa, mis abuelos los fresnos, mi casa de trigo nuevo, mi familia de pinos y cedros.

Fuego, fuego, fuego. Este fuego que no muere, este fuego que no cesa. El fuego que avanza desde el sur, desde los bancales, desde las huertas de la Complutense que sueñan una bibliografía de tomates —una parte de la Dehesa pertenece a la Universidad— y añoran el pasado campesino de Madrid.

El fuego, este fuego. Un monográfico rojo, un monográfico de silencio. Pezuñas de lumbre que galopan ya hacia el Cerro de los Locos, en la cumbre de la Dehesa. Cañones y balas, y otro pino muerto.

Hoy tengo seis hectáreas de amigos menos.