Hace tiempo mi padre me hizo una confidencia sobre algo que le dolía y que llevaba guardado dentro desde su infancia; algo que nunca había ni mencionado, seguramente porque la discreción era una de sus grandes máximas, aunque realmente le traumatizó. Pero finalmente necesitó verbalizarlo y en los últimos años de su vida me contó que en la guerra civil, cuando él era un niño de pocos años, se acercó a jugar a las afueras del pueblo castellano en el que vivía, y allí, escondido en una era, tras un muro, fue testigo de cómo un hombre del pueblo, que no se percató de su presencia, mataba con un contundente golpe de piedra a otro hombre del pueblo que, en teoría, era su amigo. Le pregunté a mi padre por qué lo hizo, y él me respondió: “No lo sé exactamente, o sí lo sé, por odio”.

Ese hombre aprovechó el caos terrible de la guerra y la legitimación del asesinato que permitía la espantosa situación política y social de esos años siniestros para acabar con la vida de otro ser humano, seguramente no por motivos políticos, sino por rencillas, odios o rencores personales. Era un hombre a quien yo misma llegué a conocer, así como conozco a sus hijos y nietos, y que, curiosamente, ofrecía una imagen al exterior de hombre bonachón y pacífico, totalmente opuesta a esa que vio mi padre siendo un niño. Supongo que el asesino protegió muy bien su reputación teniendo en cuenta, además, que se trataba de un pueblo pequeño de la árida y hostil España profunda, donde suele ser frecuente que se cotillee más que se hable.

He recordado después esta dura y antigua historia de mi padre muchas veces, y la volví a recordar hace pocos días, cuando leía la noticia del preocupante aumento de los ataques homófobos, que se están convirtiendo en algo habitual. Un aumento que ha provocado la intervención apresurada del Gobierno de Sánchez con una reunión de urgencia para actualizar el plan contra los delitos de odio; y que ha promovido tomar  la decisión, necesaria en mi opinión, de crear desde Interior grupos específicos en la Policía y la Guardia Civil para combatir esos ataques generados por la intolerancia y el desprecio a los otros.

Se trata del odio en estado puro. El odio que había en esa escena que impactó a mi padre en su infancia es el mismo odio que percibimos en muchas acciones humanas, en tantas que da vértigo: cualquier dictadura está regida por el odio, y cualquier tipo de maltrato, y el abuso de otros, y el abuso de la naturaleza y de los seres inocentes que la habitan, y está presente en cualquier totalitarismo, en cualquier hostilidad gratuita, y en la mayoría de las actitudes que buscan, consciente o inconscientemente, dañar al otro.

En general no suele ser el amor lo que mueve el mundo, sino el odio, la intolerancia y esa voracidad tan evidente de los que quieren dominar, controlar y saquear el mundo. Lo verbaliza muy bien el profesor Robert Hare, el mayor experto del mundo en psicopatía, es decir, en la maldad humana: es tremendamente difícil defenderse de la maldad extrema, la psicopatía, porque estos personajes, aunque son minoría, son capaces de destruir el mundo ellos solos, porque su maldad innata les hace capaces de cualquier cosa por conseguir sus objetivos.

Las consecuencias del neoliberalismo nos ha traído desde los años 90 numerosísimos males y retrocesos en todos los sentidos y en todos los ámbitos; pero además ha supuesto, en lo ideológico, un auge enorme de la intolerancia y de los fundamentalismos de todo tipo, y la homofobia es una de las consecuencias de todo ello, porque, finalmente todo está relacionado. Históricamente los tiranos se sirven de los fanatismos ideológicos y religiosos para exaltar los ánimos, promover el odio y promocionar la sinrazón y la irracionalidad. Todos estamos siendo testigos de cómo la sociedad española se ha radicalizado y fanatizado; de cómo muchos políticos y medios de comunicación (sin olvidar las arengas y constantes manifestaciones del clero) ejercen una especie de acoso y derribo contra cualquiera que sea progresista y defienda los valores democráticos, valores que han convertido en enemigos a batir.

El odio al diferente, y especialmente a los homosexuales, es un clásico de las dictaduras, de las derechas y sus adlátares. Ya sabemos que los del pensamiento único niegan la diversidad y sólo aceptan un único modelo del mundo: el suyo propio; y que no se conforman con negar esa diversidad, sino que, en su afán de control, en su absurdo complejo de superioridad y en su supina ignorancia, aspiran a destruirla y aplastarla. Y digo ignorancia porque, parafraseando al historiador y poeta escocés Thomas Campbell, comprender que hay otros puntos de vista es el principio de la sabiduría.

Y decía nuestro Antonio Machado, quien fue otra víctima del pensamiento único, que es propio de mentes estrechas embestir contra todo aquello que no les cabe en la cabeza. Y a algunos sólo les cabe en la cabeza la estrechez de sus ruines convicciones, de sus miserables egoísmos y pasiones, y de sus propios intereses. Si queremos poner frenos al odio sólo hay un camino: democracia y, en palabras del gran Saint Éxupéry, poner decididamente la inteligencia al servicio del amor.

Coral Bravo es Doctora en Filología