Desde el púlpito, dedo índice en ristre, el cura berrea a los feligreses un porvenir de hogueras infernales si porfían en alejarse de Dios. Y lo hace con una fiebre que se contagia a las manos enredadas de rosarios, se prolonga en la penumbra de las velas y se queda flotando después, como una nube de azufre teológico, bajo la bóveda del templo, entre la rinitis desconchada de los santos de escayola y el bostezo mental de los que se sientan en los últimos bancos, al lado de la pila de agua bendita en que ahogar herejes.

A Dios gracias, siempre existieron personas que desconfiaron de estos y otros entretenidos apocalipsis. Tal vez fueron los menos, pero la vieja cordura de Sócrates sobrevivió en ellos. En sus manos nunca hubo una cruz ni una hoz ni un martillo. Solo una boina aldeana. Sabían por escarmiento que San Isidro no iba a ararles las tierras, porque era de la patronal, ni el puño de Lenin era un símbolo de libertad, porque a la mínima podía transformarse en un croché de derecha.

Intoxicada de trascendencia, cualquier ideología coincide con su contraria en el furor de multiplicar los cementerios. Aquellas gentes lo sabían. Aquellos filósofos de aldea habían comprendido que todo es de una sencillez que aturde: entras en la vida de cabeza y sales de ella con los pies por delante. En medio, un laberinto sin pies ni cabeza. Y tu extravío será proporcional al número de gurús que sigas.

“Intoxicada de trascendencia, cualquier ideología coincide con su contraria en el furor de multiplicar los cementerios”

De la tentación del abatimiento los salvaba el mundo sin embustes, este sí, de los ciclos naturales, con sus sudores y sus fiestas. Y aunque no habían leído el Cándido de Voltaire, lo interpretaban mejor que Fernando Savater. En efecto, incapaces de creer en las mentiras primaverales de políticos y redentores religiosos, vivían el día a día con su afán y cultivaban su jardín sin meterse en el del prójimo.

Su equilibrio interior era superior al nuestro, porque no existían para sí mismos, sino para acrecentar la vida —y con ella la libertad— de los que amaban. No necesitaban antidepresivos, vacaciones caribeñas, psicólogos, paulocoelhos, ni coaches de esos a los que obedecer. ¿Para qué? Ellos sabían lo que estos ignoraban: que todo el universo cabe dentro de un grano de uva.

Pienso en ellos mientras, corquete en mano, vendimio las mismas parras que ellos vendimiaron. Llevaban razón. Si miras bien, en un grano de uva están la gravedad de los planetas, las mareas, las estaciones, el sol, los muertos creciendo dentro de los vivos, las nubes, la savia como una respiración verde, la tierra amorosa, el abrazo de una mujer y el imperativo categórico de Kant. Allí, y no en las iglesias ni en los mítines, se hallaba la verdad. ¿Acaso había cosas más importantes que aprender? ¿Para qué entonces esa búsqueda de la felicidad histérica, teniendo ya salud, familia, amigos y seis parras socráticas? Esa felicidad de torre de marfil, una mitología para lisiados mentales y pobres de espíritu. Y que tiemblen los curas, los gurús y los políticos. Una uva podrá dejarles sin trabajo.