La España de los pueblos ha venido a Madrid con sus pancartas de cereal y rabia. Han venido a las puertas del Congreso a pedir justicia, a reclamar lo que es suyo, lo que este Gobierno y todos los anteriores les deben. Piden a los partidos un pacto de Estado contra la despoblación. Y contra el pasotismo.

No han venido, pues, solo a exigir carreteras, escuelas, mejoras sanitarias, sucursales bancarias, apoyo a las empresas, una red decente de ferrocarril, una fiscalidad más justa, una conexión digna a internet. Han venido a pedir eso y tres sílabas: futuro. Porque es vergonzoso que, en pleno siglo XXI, la Edad Media siga pasando aún por tantísimos pueblos y aquí nadie haga nada.

Han llegado a Madrid, ya digo, cientos de megáfonos de secano, las voces de los muertos de la España interior, de esa España desterrada de España, a decirles a los políticos que los pueblos desaparecen. Que pierden cinco habitantes por hora. Que ya está bien de tanta promesa que solo es el condón burocrático de la mentira.

Y se han traído consigo los barbechos mansurrones en las pancartas y el Moncayo de Bécquer en la mirada. Han llegado de todas partes. Han venido de Ávila con las alpargatas, polvorientas de siglos y de conventos, de santa Teresa; han venido de Zamora con las nieblas románicas del Duero en la garganta; han venido de Burgos con el cadáver peatonal del Cid a cuestas; han venido con los ladrillos mudéjares y valientes de Teruel, con el trigo verde y plata de la campiña de Guadalajara. Han venido de Soria con san Antonio Machado al frente. Han venido de León en los lomos enjaezados de las mulas maragatas. Han venido hombretones con alma de hoz. Duras mujeres de adobe y amapolas en la mirada.

Han venido a Madrid, a esta Babilonia de ruido y burocracia, la cultura y media historia de España.