Míster Trump vive en un universo de 30 cm, la distancia entre su tupé Just for men y los pulgares de las manos, que excretan un aluvión de mensajes feroces en Twitter. En el último, después de haber enjaulado a los niños de los inmigrantes con sus leones de peluche, propone deportar a los ilegales apenas empujen las alpargatas un palmo más allá de la frontera establecida por el dedo del tío Sam y el Colt de John Wayne. Y pide hacerlo sin miramientos y, sobre todo, sin que los mexicanos comparezcan primero ante un juez, como exige la ley estadounidense, para determinar si tienen o no derecho a solicitar asilo en el país.

Una vez más, en EE.UU. los ideales de la Ilustración y los derechos humanos han sido confiscados por el epiléptico de las redes sociales que habita en la Casa Blanca. Y, sin embargo, no nos inmutamos. Que se indignen ellos, por parafrasear a Unamuno y a Hessel, que nosotros vamos a proseguir atornillados en la convicción de que los inmigrantes —no ya solo los ilegales— vienen a robarnos el trabajo, a traficar con las reliquias de santa Teresa y a colapsar la sanidad pública, algo que múltiples estudios revelan falso, por si pudiera serle de interés a alguien. Pienso en las investigaciones de Philippe Legrain, exasesor en temas económicos para la presidencia de la Comisión Europea, o en las de George J. Borjas, economista en Harvard. Pero no creemos lo que vemos, sino que vemos lo que creemos.

Aguada la sangre por decenios de apatía y tópicos camastrones, premiamos con una sonrisilla burlona el desfile de ataúdes donde yacen las virtudes que una vez animaron la civilización occidental. Es la danza de la muerte posmoderna, que ya no es tenebrosa como en la Edad Media, sino pasteurizada y lista para salir en Eurovisión. Hoy la Muerte invita a la Libertad, a la Igualdad y, sobre todo, a la Fraternidad a sacudir el nalgatorio, en ese párkinson de cuartos traseros que llaman twerking, alrededor de la tumba de Kant, entre los aplausos gregarios y las gafas ceñudas de Risto Mejide.

En España, tan católica hasta ayer mismo, aunque solo fuera para recoger las últimas astillas de la cruz con las que preparar hogueras y autos de fe, no pintan mejor las cosas que en EE. UU. Aquí menudean las deportaciones de inmigrantes desde las comisarías, a palo seco. O sea, mientras un subalterno le toma los datos al colombiano o al marroquí freelance de turno, el jefe de policía entretiene los bostezos doblando un folio hasta crear un avión de papel donde en seguida subirán esposados los inmigrantes, que se largarán con viento fresco a sus países. Tengan o no antecedentes penales. La mayoría de las veces sin ellos. Pero, eso sí, siempre culpables.

En muchísimos casos, estas personas (perdón, estas arrobas de carne humana, en la terminología petrarquista de Salvini) tampoco cuentan con la asistencia de un letrado, como denuncian el Consejo General de la Abogacía y diversas oenegés, pero es necesario que sea así si pretendemos igualarnos en algo a la nación más poderosa del mundo, siempre y cuando Trump haga prevalecer su criterio de poner a todos los jugadores de la Super Bowl a placar mexicanos, mariachis y cielitos lindos en cuanto atraviesen El Paso, algo que no le costará trabajo conseguir, pues bastará con que en TV gargarice de nuevo el “American first” tres veces al día antes de las comidas.

No se trata de abrir las fronteras de par en par, aunque, según algunos, no nos fue mal del todo cuando el conde don Julián decidió franquear los portalones visigóticos a los musulmanes, por donde entraron Averroes, un tratado sobre óptica, la Alhambra, el arroz con leche, “El collar de la paloma”, los textos de Aristóteles, la pasta de dientes, las ecuaciones de segundo grado, dos o tres docenas de berenjenas y la impagable poesía de Ibn Arabí. Pero si no se trata de abrir las puertas, tampoco es la solución multiplicar los muros, militarizar las fronteras o erizar de concertinas una valla, porque cuando se tapona una vía de inmigración, surge otra y las únicas favorecidas por nuestros sueños de pureza son las mafias.

Lo cierto es que la inmigración ilegal tiene mal arreglo mientras siga agrandándose la brecha entre los que han decidido no comer para mantener la línea y a los que les han impuesto pasar hambre para que la pierdan. Más aún, la inmigración irregular crecerá mientras continúe beneficiando a las empresas privadas que, como en el caso de Italia, administran los centros de internamiento de extranjeros a cambio de pingües ayudas del gobierno y de la UE. En algunos casos, esto convierte a dichos centros en presas de la Mafia, cuya gestión reporta más beneficios que el tráfico de drogas, según se demostró cuando se detuvo al cabecilla de Mafia capitale o el año pasado a numerosos miembros de la “'Ndrangheta” calabresa.

De la inmigración irregular también se aprovechan las empresas de tecnología armamentística, como Indra, acusada de financiar presuntamente al PP de forma ilegal, y encargadas de suministrar sofisticados instrumentos de vigilancia de fronteras tras conseguir del Estado y de los fondos europeos contratos multimillonarios. Empresas que de forma directa o indirecta provocan el movimiento migratorio y luego cobran por frenarlo, como denuncian Claire Rodier en El negocio de la xenofobia o la experta en políticas de inmigración Helena Maleno, a la que se está juzgando en Tánger como si fuese la Pablo Escobar del Mediterráneo solo por salvar vidas.

No tardando, la solidaridad y todos los valores que defendió la Ilustración concitarán repulsas multitudinarias y estarán tipificados como delitos graves en el Código Penal, como el asesinato o el faltar a misa los domingos, hasta el punto de que, si un ciego te pide ayuda para cruzar la calle, será mejor que, aparte de negársela con tus peores modales de orangután de discoteca, o sea, ejerciendo de heterónimo de Trump, le propines una concienzuda paliza que lo deje postrado para los restos. Es muy posible que así te recompensen con una de las medallas patrióticas que Pedro Sánchez va a arrebatarle de la pechera a Billy el Niño.

El de Maleno no es un caso único, sin embargo. Anteponer el derecho a la vida al derecho a proteger las fronteras puede costarle al sacerdote eritreo Mussie Zerai, propuesto en 2015 para el Nobel de la Paz, hasta seis años de prisión, acusado, como la activista española, de favorecer la inmigración ilegal, aunque lo único que hacen ambos es avisar a los guardacostas o a Salvamento Marítimo apenas saben de una barcaza atestada de excursionistas en mitad del Mediterráneo, el Mare Nostrum donde dicen que nació nuestra cultura y donde hoy naufraga entre plásticos, jureles, páginas arrancadas a los libros de Séneca y negros con gaviotas en los ojos.

Virgilio afirmó más o menos que todos los asuntos de verdad humanos nos conmueven y merecen lágrimas. Sunt lacrimae rerum et mentem mortalia tangunt, escribió, cuando el latín era la lengua de cultura que unía a los pueblos y salvar vidas ajenas no daba con la tuya en la cárcel. En aquel tiempo, lo máximo que podía pasarte es que te ciñeran una corona de laurel y que un poeta inmortalizase tu nombre en un verso. Pero de eso ya hace mucho, oiga. Desde entonces hemos progresado mogollón.