No sé si un libro te puede cambiar la vida. Más bien creo que lo que va ocurriéndote en la vida te hace cambiar de libros. F. Scott Fitzgerald —mirada inteligente y rostro soso, autor de El gran Gatsby, que es algo así como el Hola escrito con talento— estaba convencido, sin embargo, del poder transformador de ciertos volúmenes. “Lee el terrible capítulo ‘La jornada laboral’ de El capital”, le recomendó a su hija, “y ya me dirás si sigues siendo la misma”.

No esta obra de Marx, desbordada en tres tomos, sino las crónicas que dedicó a nuestro país, es lo que he estado releyendo estos días. Marx las redactó cuando trabajaba de corresponsal para el New York Daily Tribune. En estos papeles —La España revolucionaria—, don Carlos no oculta su simpatía por la piel de toro y nos cuenta que aprendió español en las páginas de Calderón de la Barca, e incluso se permite ciertas boutades que se anticipan a algunas de Borges, como cuando escribe que ha leído el René de Chateaubriand en castellano, “porque en francés no lo habría soportado”.

Marx se admira de la capacidad revolucionaria del pueblo español, lo que contrasta con la abulia y el pasotismo actuales en la lucha contra el capitalismo de psicópatas que nos rige. Ahora bien, para que la lucha de la clase trabajadora sea eficaz, se necesita unidad, es sabido. Y unidad territorial también.

Y aquí es donde surge el problema. Frente a las apetencias independentistas de ciertos vascos y catalanes —apetencias profundamente reaccionarias, aunque travestidas de izquierdismo—, conviene recordar que Marx ya hablaba de España no solo como nación histórica, sino como un Estado plenamente constituido cuando escribió sus artículos. O sea, que ya entonces ni Cataluña ni el País Vasco eran presuntas colonias de España o dolientes naciones oprimidas, lo único que, según Lenin, justificaría la independencia.

Pero pasaron las hojas en el calendario, se firmó la Constitución del 78, llegó, unos años después, Zapatero con aquello de que “España es una nación de naciones”, Rajoy se disfrazaría más tarde de Reyna Ysabel para sofocar las ansias secesionistas de los catalanes, aunque lo único que consiguió fue producir independentistas en serie, como García Baquero quesos, y el PSOE actual, un partido cada vez más a la derecha de una izquierda cada vez más vaga, una izquierda, en fin, de anticuario, sigue insistiendo en la creación de un Estado federal, cuando España, de facto, ya lo es.

Preocupante es lo de Podemos. En realidad, Podemos en sí mismo, no. Lo que a mí me preocupa es que mucha gente —engañada por la definición que de la pablocracia dan la derecha tullida del PP y la derecha rottweiler de Vox— cree que Podemos es un partido comunista, cuando Podemos es al marxismo-leninismo lo que Santiago Segura a Billy Wilder. No sé si me explico.

Para empezar, Podemos carece de un proyecto sólido de Estado. ¿Cómo va a tenerlo si Iglesias está dispuesto a descuartizar el país jaleando la autodeterminación de Cataluña, de Euskadi, de los bercianos y hasta de las gallinas subversivas de Olmeda de las Fuentes? Podemos es un corta y pega. Un cruce entre el populismo argentinoché de Ernesto Laclau, el posmarxismo —que es la mejor forma de no ser marxista— y los sombreritos peripuestos de Evita Perón.

Al apoyar el independentismo, lo único que consigue Podemos es liquidar lo poco que queda de la dialéctica de clases como motor de la historia e insultar a aquella izquierda revolucionaria que combatió el franquismo. ¿O es que en Podemos no se dan cuenta de que el patriotismo constituye la más alta virtud política de los republicanos, como ya señaló Montesquieu en El espíritu de las leyes, y de que el nacionalismo secesionista es una traición a la clase trabajadora? Claro que, en Podemos, la única que empuña la hoz y el martillo es Yolanda Díaz, la ministra de Trabajo. El resto no son más que ayudas de cámara del vicepresidente Iglesias.

Ahora bien, no solo Podemos respalda la autodeterminación de ciertas regiones peninsulares oprimidísimas y sojuzgadísimas. Podemos tiene un inesperado aliado —o no tan inesperado, en realidad— en ciertas corrientes del liberalismo, ese que defiende limitar al máximo la intervención del Estado en materia económica, aboga por el individualismo más cañí y promueve la iniciativa privada frente a la pública. Un trasplante, en definitiva, del solipsismo filosófico al mundo económico, lo que que ha llevado a la acumulación de la riqueza mundial en unas pocas manos.

Pues bien, de esta ideología que finge inspirarse engañosamente en la naturaleza —falacia naturalista—, al asegurar que la economía capitalista se corrige a sí misma sin injerencia estatal hasta conseguir una especie de orden o equilibrio, cuando la naturaleza es cualquier cosa menos armónica; de esta ideología, digo, han salido figuras como Juan Ramón Rallo, que, en 2018, escribió un tuit en el que afirmaba que “las comunidades políticas que no permitan la secesión son cárceles políticas”. Ni siquiera es suya esta idea. Se encuentra ya en el economista ultraliberal Hayek, que, más radical que Rallo, llegó incluso a proponer la abolición de la democracia en nombre de la libertad económica y de las libertades del individuo.

En fin, tan antipatriótico, disolvente y cismático como el independentismo o cierta izquierda invertebrada es el ultraliberalismo económico y social que defienden el PP, Cs y Vox, por mucho que todos estos se rebocen en banderas y saliven pavlovianamente al oír la palabra España, un país, el mío, el nuestro, al que, sin dudarlo, venderían por treinta monedas de plata. E incluso por menos.