Hay una cuestión que para mí ha sido un dilema a lo largo de bastante tiempo; e igualmente sé bien que es una interrogante para mucha gente que se dedica de vez en cuando a esa afición tan denostada que es la de pensar. Se trata del motivo por el cual las personas y las organizaciones más potentadas y poderosas del planeta, esas personas, organizaciones y grupos de poder que finalmente son las que imponen sus reglas y gobiernan el mundo, son incapaces de renunciar a una mínima parte de sus inmensos beneficios y privilegios por el bien común, el bien de todos. El bien que les incluye a ellos mismos, porque no dejan de ser, como somos todos, parte de la especie humana.

Pero ¿son sólo ignorantes o hay algo más? Una buena amiga me preguntaba hace tiempo, con ese tipo de preguntas, las retóricas, que no esperan respuesta porque se presiente, en este caso, que sería inasumible si la hubiera: ¿Cómo es posible entender que los poderosos sean incapaces de tomar medidas contra la destrucción del medio ambiente que ellos provocan, y que no tengan en cuenta que sus propios descendientes sufrirán el vivir en un planeta sucio, asolado, sin agua limpia, sin aire respirable? ¿Cómo es posible que no se den cuenta de que ellos mismos son también perjudicados? Le respondí que simplemente les importaba un bledo que así fuera; que no tienen conciencia ni ninguna preocupación por las consecuencias de sus actos.

Por otro lado, es bien sabido que nos fraccionan el conocimiento de la realidad para hacérnosla incomprensible. Quiero decir que para entender la realidad hay que contemplarla desde toda una diversidad de perspectivas, porque en caso contrario es bien difícil comprenderla en toda su esencia y verdad. La realidad es un todo, con infinitas manifestaciones, pero todas ellas interrelacionadas. La psicología, por ejemplo, apenas se tiene en cuenta a la hora de entender cuestiones como política, historia, religión o filosofía, cuando, en realidad, es la base en la que se sustenta cualquier actitud y actividad humanas, por más que nos cueste aceptarlo debido a esa división del conocimiento en compartimentos estancos que se nos impone en la Educación reglada

El pasado día 5 de junio se celebraba en todo el mundo el Día Mundial del Medio Ambiente; una efeméride con la que Naciones Unidas pretende, desde 1974, concienciarnos a las personas y a las sociedades del peligro que supone el deterioro de la diversidad natural. Sin agua, sin aire, sin árboles y sin animales los seres humanos no podemos existir. Así de simple. Como para preservarlo entre algodones. Sin embargo, de una manera absolutamente inconcebible, a pesar del trabajo de muchas personas y asociaciones muy comprometidas, los gobiernos y el poder que mueven el mundo no sólo ignoran, sino además niegan el daño irreversible que la especie humana está causando al planeta. Y apenas se toman medidas ni se llega a acuerdos en lo referente al freno de la contaminación, del freno del calentamiento global, de la tala de árboles, de la extinción de especies o de vertidos tóxicos. Se sigue, desde las altas esferas del poder que dirige el mundo, abusando y despreciando a la naturaleza, como si no dependiéramos de ella.

 Llevo varios años leyendo sobre un tema interesantísimo, la psicopatía, o narcisismo perverso, en terminología francesa, que es la maldad extrema, el vacío emocional, la incapacidad de amar, porque está estrechamente relacionado con muchos de los grandes males del mundo. Los psicópatas no son lo que se cree en la conciencia colectiva. En apariencia es gente común, pero su mente funciona de manera muy específica: carecen de conciencia, están vacíos de emociones y de empatía. Carecen de culpa, de remordimientos, de ningún esquema moral; aunque se venden como perfectos, son incapaces de distinguir entre el bien y el mal, controladores, manipuladores, narcisistas, egocéntricos, su vacío emocional lo consiguen llenar dañando a los demás. No son enfermos, son perturbados con un trastorno de la personalidad. Ellos no sufren ni padecen por sus actos ladinos, depravados, crueles o inmorales, los sufren los demás.

Pongo el énfasis en dos de las características de este tipo de personas, que son casi el diez por cien de la población y su número ha aumentado, lógicamente, desde la era neoliberal: son incapaces de prever las consecuencias de sus actos, no sólo no les importa dañar a los demás, sino que disfrutan haciéndolo. Es decir, para ellos no existe el bien común, sólo existe un bien, el propio. Si reflexionamos un poco, estos datos nos dan la clave de ese dilema que mencionaba al principio. ¿Qué tipo de persona es capaz de permitir que se destruya el planeta, la vida, por su beneficio económico, y muchas veces ni por eso? Solamente personas, literalmente, sin conciencia; es decir, psicópatas.

Los grandes expertos del mundo en la materia, como Robert Hare, Hugo Marietan, Iñaqui Piñuel o Charles Bouchoux, llevan años saliendo del ámbito investigador y académico para advertir a la población, con libros y ponencias, de este mal endémico de la especie humana. Son las peores personas que existen, y están en todos los ámbitos, incluidos especialmente los ámbitos del poder. El profesor Robert Hare dice que no tiene esperanza en la humanidad  porque los psicópatas, aunque son minoría, son tan perversos que nadie los puede parar, y porque son los que acaban haciendo las reglas.

Desde esta perspectiva, no podemos obviar estas circunstancias y podemos comprometernos a cuidar el planeta y la naturaleza, a nosotros mismos y al mundo que nos rodea también de otra manera que muy poca gente tiene en cuenta: informándonos e informando, desenmascarando a las personas sin conciencia, ejerciendo, entrenando,  propagando y difundiendo justamente lo contrario de la psicopatía: la empatía, la compasión, la ternura y la benevolencia. Dice el psiquiatra y ensayista argentino Fernando Ulloa que “hablar de ternura en estos tiempos de ferocidades no es ninguna ingenuidad, sino un concepto profundamente político”. Estoy totalmente de acuerdo.