Tras casi tres décadas de neoliberalismo en España, en Europa y en buena parte del mundo, muchos estamos agotados. El neofascismo mal llamado neoliberalismo es la raíz ideológica de casi todos los males y los problemas que nos rodean en la actualidad. Desde la crisis económica, hasta el ascenso del siniestro Donald Trump a la presidencia del país más poderoso del planeta, pasando por las dificultades de la industria y las empresas, el empobrecimiento de los ciudadanos, los salarios precarios, las situaciones tercermundistas de los sistemas educativos y sanitarios, el auge de los fundamentalismos y de la presencia de la superstición religiosa, la pérdida de derechos, los retrocesos de tipo social, cultural y político, la resurrección del machismo, en todo ello la doctrina neoliberal tiene su sello grabado a fuego.

En ese contexto social y político es difícil ser feliz. A poco empático que se sea, el sufrimiento general que nos rodea, en muchos casos atroz, no puede menos que afectarnos. Nuestra sensibilidad se ha visto agredida intensamente de mil modos y maneras. Y, además, la felicidad personal no es solamente algo privado, depende en buena parte de la felicidad de los demás, porque, como bien dijo Jean Paul Sartre, para ser libre hay que estar libre de las restricciones y de la violencia de los otros; y el neoliberalismo es, sobre todo, eso mismo, restricciones y violencia.

Me decía hace unos años una amiga historiadora que la humanidad llegó a su cénit hace veintiún siglos, con la civilización grecorromana,  y que cuando llegó a su fin y el oscurantismo cristiano tomó el relevo de los grandes filósofos griegos y del humanismo helénico, la humanidad empezó a involucionar y a retroceder. Nunca ha habido ningún período histórico en el que el poder tradicional no se opusiera, a veces con terribles guerras, al avance democrático, a la justicia social y al progreso de los pueblos. Y así, antes de dar un paso hacia delante se retroceden veinte, siendo el camino de la humanidad bastante tortuoso y, como vemos, muchas veces circular.

Aun así la búsqueda del goce y de la felicidad es una tendencia general de los seres humanos, sean cuales sean sus circunstancias. Es, con toda probabilidad, el gran motor que mueve la vida de la mayoría de las personas. La misma evolución natural de las especies utiliza como herramienta el placer para asegurar su pervivencia. Y es que ese rollo que se traen los cristianos del manido “valle de lágrimas” ya no tiene sentido ni lugar. Venimos aquí para aprender, para crecer, para buscar, para sentir, para evolucionar, para entender y, sobre todo, para sentir, para amar y para gozar. Seguramente todo ello está mucho más ensamblado de lo que solemos creer, porque eso, y mucho más, es lo que significa vivir. Porque la incultura judeocristiana en la que estamos inmersos, en su afán de constreñirnos y manipularnos para someternos,  nos adoctrina en la idea de que el placer, la diversión, el contento, el gozo, la alegría y la plenitud son pecado mortal.

Decía, sin embargo, Oscar Wilde en El retrato de Dorian Gray que “estamos aquí para divertirnos terriblemente. La finalidad de la vida es el propio desarrollo y alcanzar la plenitud de la manera más perfecta posible”. Los agostos de todos los veranos son los meses del año que más podemos dedicar al disfrute, al goce y al asueto, a esas cosas que yo llamo “cosas bonitas”, y son esas cosas que nos alegran, nos enseñan, nos divierten, nos hacen sonreír, o pensar, o sentir, o vibrar, y nos compensan frente a tantas otras cosas que, desgraciadamente, tenemos que soportar en un mundo que algunos han construido tremendamente mal. “Cosas bonitas” son la música, la poesía, las sonrisas, los buenos amigos, los viajes, los atardeceres, la naturaleza, la lectura, el baile, un rato de silencio y un millón de cosas más. Y propongo que intentemos ser un poco más rebeldes también en este asunto, y que nos alejemos de automatismos, y de los modos y maneras que nos imponen como si pasarlo bien fuera un lujo que no nos podamos permitir. Creo que nos confunden en ese tema, como en tantos otros, porque la idiotización de la sociedad es una estrategia de dominación; y seguramente merece la pena pensar de manera personal, serena y consciente en aquello que de verdad  nos hace felices y nos produce bienestar.

En su ensayo La resistencia (2.000) Ernesto Sábato decía que el goce también es política, es estética y es compromiso vital, “Tenemos que reaprender lo que es gozar. Estamos tan desorientados que creemos que gozar es ir de compras. Un lujo verdadero es un encuentro humano, un momento de silencio ante la creación, el gozo por una obra de arte o un trabajo bien hecho. Gozos verdaderos son aquellos que embargan el alma de gratitud y nos predisponen al amor”. Porque, como había dicho por su parte Albert Camus en El hombre rebelde (1.951), otro de los pensadores más grandes, “no conozco otro deber del hombre que el de amar”.