No pretendo comparar mis problemas insignificantes y costumbristas —los recibos, la hipoteca, etc.; minucias, al fin y al cabo— con las altas preocupaciones de los políticos y del sanedrín económico. Soy consciente de que debe de ser angustioso tener que elegir cada mañana entre un traje de Armani o uno de Gucci, entre viajar en primerísima clase o en jet privado, entre echarse al bandullo una sobredosis de caviar o un kebab de cordero aderezado con oro comestible y un huevo de pato ahumado en leña de nogal. En fin, estos de los políticos son problemas de verdad. Problemas escolásticos. Problemas de mucha hondura y trascendencia.

Tal vez porque los problemas de los políticos están por encima de nuestras posibilidades de intelección, uno no comprende el empeño de los dirigentes en robotizarnos, en digitalizarnos, en reducirnos la vida a un enjambre de bits, a una sucesión estrábica de ceros y unos; en recluirnos, en fin, en el zoológico digital del 5G, que es como decir que se nos avecina un mundo cada vez más cabreado y cableado. Y todo esto sin ningún debate, sin discutir qué tipo de ser humano y qué modelo de sociedad queremos crear, sin cuestionar si valen o no la pena los enormes costes ambientales, energéticos, laborales, sociales y económicos que exigirá imponer el 5G. Democracia, ¿para qué?

Los juglares mediáticos al servicio del Reich económico —los bancos, las energéticas y las tecnológicas son quienes ha montado todo este circo con el fin de aumentar su tasa de ganancia— glorifican en sus editoriales las ventajas del 5G. Dicen que gracias a él podremos descargarnos películas a una velocidad endiablada, como si eso mejorase la vida de los millones de parados y hambrientos que hay en España. Afirman que el 5G permitirá realizar intervenciones quirúrgicas complicadísimas, pero no nos cuentan a qué precio. Profetizan que los automóviles circularán solos, lo cual equivale a conceder un poder peligroso a las máquinas, aparte de condenar al paro a miles de conductores. Etcétera.

Todo esto tiene más de delirio que de progreso. Porque si realmente interesara el progreso, se haría lo imposible por conservar lo poco que nos queda de un planeta cada vez más bronquítico y carbonizado, se garantizaría una vida digna y se mejoraría de verdad la educación para crear ciudadanos libres y no esclavos que deben convertirse en mercancía para disputarse a dentelladas un mendrugo de pan en el mercado de trabajo. Claro que, desde hace ya muchas décadas, el individuo no vive ni trabaja para sí, sino para mantener el mismo sistema de producción que lo vampiriza.

Porque el 5G destruirá puestos de trabajo. Muchos. Y los gobernantes lo saben. Pero qué más da. En Crítica del hipercapitalismo digital, el economista y profesor universitario Albino Prada razona que en España producimos riqueza, sí, pero lo hacemos a costa de la desaparición de cuatro empleos por cada uno creado con la digitalización, ese nuevo Edén.

Prada no es, sin embargo, la única voz crítica dentro del ámbito económico. Incluso Hayek, uno de los tótems reverenciados por los neoliberales, ya prevenía que “no hay base suficiente para considerar necesario todo cambio o para estimar el progreso como cierto y siempre beneficioso”. ¿Qué haremos, pues, cuando aumente el paro con el 5G? ¿O cuando nuestros ahorros valgan cada vez menos? Ah, sí, descargarnos porno en el ordenador y libros de Paulo Coelho de epublibre.org.

No son estos, sin embargo, los únicos problemas. “Nos están engañando a todos. El 5G es una farsa. Es una gran trampa para espiarnos”, advierte sin pelos en el frenillo Marta Peirano, una de las mayores expertas en seguridad digital.

Por supuesto, los grandes medios de comunicación no ven nada inquietante en el 5G. Es más, algunos incluso desprecian o trivializan los problemas de salud que podría aparejar su implantación. Así lo denuncia un grupo de científicos y médicos de 36 países, poco sospechosos de integrar una oscura trama mundial de luditas conspiranoicos.

Nos acercamos peligrosamente al final del camino. Deberíamos, pues, parar, reflexionar, tomar aire. Quizá aún estemos a tiempo de encontrar una puerta que nos lleve de vuelta a casa.