¿Quién me iba a decir a mí que acabaría devorando artículos y libros de ciencia, cuando en mis tiempos de secundaria tenía terror a todo lo relacionado con ella?  …y todo por mi rechazo visceral a esa asignatura que despertaba tantos odios como amores: Física y Química. Y es que con el tiempo he llegado a entender que esa fragmentación de ciencias/letras es pura ficción, porque todo está interrelacionado, y que incluso la química tiene relación estrechísima con todo aquello, más “de letras”, que son las cosas más subjetivas y esas  que llamamos cosas del alma.

Y resulta que la felicidad es también cuestión de química; y que nuestro cerebro segrega una serie de sustancias, que son hormonas y neurotransmisores, como dopamina, oxitocina, serotonina, endorfina, que son los encargados de producirnos sensaciones de felicidad. Es decir, la felicidad no es un lujo, nos viene de fábrica. Y resulta también que diversos estudios científicos muestran que nuestros cerebros están diseñados mucho más para la felicidad que para la infelicidad, y que perfectamente podemos aprender a accionar esas maravillosas sustancias a través de determinados mecanismos de los que sobradamente la naturaleza nos ha dotado. Otra cosa es que nadie nos enseña a utilizarlos, sino lo contrario, se nos enseña a ignorarlos.

Si pensamos un poco, todos hemos crecido rodeados de conceptos judeocristianos relacionados con la pena, la culpa, el miedo y el castigo: deber, sacrificio, valle de lágrimas, infierno, purgatorio, confesión, penitencia, renuncia, austeridad…; e incluso ha sido muy común hasta hace muy poco poner esos nombres propios a las mujeres: dolores, angustias, sacramento, martirio y tantos otros. De tal manera que podemos afirmar que nos cuelan el dolor y la pena por todos los lados, y de manera inconsciente así lo asumimos y lo normalizamos.

En esta semana en concreto se hace más evidente incluso ese loor al sufrimiento y a la muerte. Se recrea una fábula de hace más de dos mil años generando sentimientos de culpa y de dolor a través de una fortísima carga emocional que actúa de catarsis en la gente que identifica su dolor con el dolor recreado en los ritos religiosos. No es nada nuevo. Aristóteles definió esa catarsis, en su Poética, como el efecto purificador en el espectador de una obra de ficción que identifica con su vida real.

En el fondo se trata del efecto del Arte o de la Estética en el hombre, y es el fundamento social del teatro, heredero de la Tragedia griega, a través de la cual el sentimiento de emociones básicas como el miedo, la pena o la compasión, produce una purificación en los afectos del espectador. El problema es cuando no se sabe distinguir la realidad de la ficción. Y una cosa es el dolor como una parte natural de la vida, y otra muy diferente la adhesión y la adicción al sufrimiento que promocionan las religiones.

Esa adhesión queda en evidencia en muchas de las declaraciones de los obispos, especialmente cuando se refieren al rechazo que les produce la aprobación de leyes encaminadas a la felicidad o al bienestar de los ciudadanos. Por ejemplo, hace dos años, en abril de 2019, cuando la eutanasia entró en la campaña electoral, el obispo de Alcalá clamó públicamente contra ella y reivindicaba “sufrir como Cristo”, en una clara defensa de la agonía y el sufrimiento. El mismo obispo ha hecho unas afirmaciones tremendas, en los últimos días, refiriéndose a la reciente aprobación de la Ley de Eutanasia, como que “España se ha convertido en un campo de exterminio”, y calificando al gobierno de Sánchez como “un gobierno de bárbaros embriagados de poder”.

Cuesta definir este tipo de manifestaciones tan llenas de odio y de inquina, además de una visión de las cosas radicalmente opuestas a la realidad. Exterminios se han llevado a cabo con mucha alevosía en numerosos episodios de la historia; por ejemplo, en los campos de concentración alemanes, y también españoles, por parte de dictadores que, según narran los historiadores, fueron muy afines a la Iglesia católica. Y la Iglesia católica no clamó ante Hitler, Franco o  Goebbels el fin de tanto sadismo y tanta crueldad. Por el contrario, la eutanasia es un avance democrático que cubre el derecho humano a renunciar a la agonía estéril en situaciones terminales. Quien no lo quiera percibir de este modo es un sádico, un malvado o un inconsciente.

Creo que a estas alturas ninguna organización, religiosa o no, tiene derecho a atentar de ese modo contra la evolución de las sociedades o contra Leyes aprobadas de manera lícita y democrática; y mucho más si se trata de una organización que es financiada con cantidades inmensas de dinero del Estado, es decir, de todos los ciudadanos españoles.

Por mi parte, quien quiera sufrir que sufra, pero yo apoyo absolutamente la Ley de la eutanasia, y no celebro en estos días ninguna pena, ninguna culpa ni ninguna muerte. Por muy llamativos, teatrales y espectaculares que sean los ritos de esta semana, yo lo que celebro es la vida. Y celebro la alegría y la llegada de la primavera, esa explosión maravillosa de brotes nuevos, de flores y de colores; y celebro el milagro maravilloso de la renovación de la naturaleza que para mí, como para mucha otra gente, es la verdadera fuente de espiritualidad.