De seguir así, España será un país con 47 millones de cadáveres (sin contar los youtubers que huyen a Andorra para pagar menos impuestos. ¿Algún político los considerará exiliados?). Cadáveres que se despiertan cada mañana, toman un café remolón, se asean y suben al metro. Cadáveres que no saben si regresarán vivos a casa al atardecer o con la muerte dentro. Cadáveres con mascarilla pasota que se cruzan en la calle con mascarillas de miedo. Cadáveres. Políticos que se apuestan cadáveres en la timba del Congreso y en los parlamentos regionales. Cadáveres que pierden el nombre para resucitar en la cifra diaria de muertos. Cadáveres que dan de comer a los cuervos en las morgues de los hospitales negros.

Cadáveres y más cadáveres. Cadáveres que flotan unos segundos en las cabeceras de los telediarios y en seguida vuelven a morir, porque enseguida los olvidamos. Hasta más de 60.000 cadáveres —solo cifras oficiales—por el coronavirus en España, casi el equivalente a la población de la ciudad de Zamora, con sus aguas románicas pasando solas por el Duero, porque ya no hay nadie que a acompañarlo baje. Cadáveres. Solo somos cadáveres.

¿Cuántos cadáveres más necesitan los gobernantes para actuar con responsabilidad? ¿Cómo pueden despreciar la vida y seguir vivos? A punto de reventar las arterias de las UCI de todo el país —el coronavirus es un colesterol hospitalario—, Ayuso amplía el aforo de las terrazas de los bares y Reyes Maroto, la ministra de Industria, Comercio y Turismo, hablaba el otro día, con casi 500 muertos diarios en los titulares, de salir la próxima Semana Santa “si se dan las condiciones de seguridad” y ver mundo, y viajar, y alojarse en hoteles. ¿A qué seguridad se refiere, ministra? ¿Por qué no nos habló de que un país de sol y playa es un país de todo o nada? ¿Por qué no nos habló de otras alternativas productivas? ¿Por qué no se crea industria y se diversifica la entrada de ingresos? ¿Durante cuánto tiempo más deberemos ser los camareros de Europa?

Pero Maroto no se rompió la cabeza, que para eso es ministra. Turismo. Esa es la solución al coronavirus. Viajemos, bebamos, salvemos la hostelería, cuando lo que sobran son bares (uno por cada 175 españoles) y faltan bibliotecas públicas (4.597 en todo el país, según datos gubernamentales de 2018, los últimos divulgados). Salgamos a los restaurantes, reunámonos, obedezcamos a los políticos, no gritemos ¡basta!, olvidemos que, en las circunstancias presentes, la vida es muy frágil, que está unida a la muerte por una maraña de cables como lianas que se agarran a la pantalla de una máquina donde late un corazón que en cualquier momento puede aplanarse en un pitido. Olvidemos la muerte. Apostemos diez cadáveres contra uno en los bares. Vivamos sin temor a poder ser el siguiente enfermo de covid persistente y que las secuelas del virus te arruinen la vida de por vida.

Hagamos, sí, caso a nuestros dirigentes, seamos cadáveres que despiertan cada mañana para salvarles el pellejo electoral a los políticos, cuando ellos ya nos han despellejado en nombre del PIB, ese horno crematorio en el que arden los de siempre y nunca los que prenden fuego. Sí, por supuesto, obedezcamos a nuestros políticos de trapo. Un aplauso para ellos, por favor. Casado (de profesión, sus errancias y su miedo a Vox); Sánchez inaugurando la línea del AVE Madrid-Elche-Orihuela como el otro inauguraba pantanos; Illa dejándonos pandemizados y en bragas, corriendo a Cataluña para adormecerla con su retórica de tranxilium; Iglesias repitiendo en platós y entrevistas el lamento de que él, con solo 35 escaños, no puede hacer nada; y de la ultraderecha, para qué hablar, si ya se retratan ellos cada vez que hablan.

Y entre tanto esperpento y espantajo, la gente muriendo a miles, la gente muriendo a mares. Cadáveres. Somos cadáveres que no saben si regresarán vivos a casa al atardecer o con la muerte dentro. Más de 60.000 cadáveres, el equivalente a la población de Zamora, Zamora vacía, muerta y sola. Porque esto no es una desgracia. Esto es una matanza. Lo demuestra que se pueden hacer las cosas de otro modo, pues la vida siempre es lo más alto; la vida siempre es lo primero. Así lo cree y lo aplica en Nueva Zelanda Jacinda Ardern —a esta mujer deberían otorgarle el Nobel de la Paz—; un país que, en todo un año de pandemia, solo ha contado 25 muertos, y eso que allí también tienen una economía que proteger. Por su parte, Australia, con una población de 25,5 millones de habitantes, solo ha registrado 909 fallecidos desde el comienzo de la enfermedad y acaba de decretar el confinamiento total de Perth, de dos millones de almas, después de un solo contagio y más de diez meses sin notificar ninguno. En Perth, solo se puede salir a la compra, al médico, a desempeñar los trabajos esenciales y hacer una hora de ejercicio al aire libre. Punto. En Australia, en Nueva Zelanda, se esfuerzan por erradicar el virus, no por contenerlo. Es lo único eficaz.

Y aquí, ¿qué? Pues a propagarlo, a difundirlo, a consolidarlo con más de 60.000 cadáveres —y los que quedan— y con la economía destrozada de propina. Cadáveres. Solo somos cadáveres. Cadáveres que despiertan cada mañana, toman un café, suben al metro. Cadáveres que no saben si regresarán vivos a casa después del trabajo —en España solo teletrabaja el 10% de la población activa— o con la muerte dentro. Cadáveres que pierden el nombre para resucitar en la estadística de los muertos. Cadáveres de sombra. Cadáveres de niebla. Cadáveres, cadáve, cadáv, cad…