Como a todo el mundo, a mí también me gustaría tener una cabra. Madrugaría para comprarle el periódico y entregárselo después en rebanadas de papel, crujientes de tinta y editoriales. A la cabra le daría igual zamparse los tercetos encadenados de la Divina comedia o las páginas de política nacional, por supuesto. Pero como no quiero que el animalito se me vuelva lúgubre y heideggeriano y bale por las habitaciones aquello de Nessun maggior dolore / Che ricordarsi del tempo felice / Nella miseria, prefiero alimentarlo con los artículos transgénicos de Arcadi Espada, claro que protegiendo antes el estómago del rumiante con Omeprazol o Alka-Seltzser —a ver qué me recomienda la ministra de Sanidad—, para que nadie pueda denunciarme por maltrato animal.

Tras el desayuno, la cabra y yo nos pondríamos sendas mascarillas, cogeríamos el metro y, ya en la carrera de San Jerónimo, la pastorearía hasta el Congreso de los Diputados para que correteara o hiciera sus necesidades bajo el sol notarial de Madrid, entre los leones y los subfusiles de los nacionales. Seguro que algún francés de paso hacia los bares de Ayuso confundiría la cabra con algún político y se acercaría a pedirle un autógrafo (a la cabra, se sobreentiende, no al político, que no sabe escribir, como lo demuestran sus estornudos sintácticos en Twitter).

De esta manera, bien alimentada la cabra con los periódicos, que es como decir con los males del país, y rumiando la digestión tipográfica en su escaño del Congreso —una cabra más no se nota—, yo quedaría libre para hablar de cosas importantes. Por ejemplo, ahora que llegan Botticelli y la primavera, podría dedicarle otro articulejo a los olivos de La Quinta o explicar cómo construye el nido el colirrojo tizón sin sucumbir a los cárteles inmobiliarios o incluso podría exponer, con el permiso/a de Irene Montero, cuál era el ideal de belleza femenina para el Arcipreste de Hita.

No sé, escribir de cosas importantes, ya digo. Y creo que podría hacerlo, porque en todos los periódicos en los que he escrito, y son bastantes, este es de los pocos que me ha demostrado que existe realmente la libertad de expresión (lo digo de verdad, aunque también por ver si la directora me paga más por columna).

Pero resulta que no encuentro la cabra que haga de pharmakos, que somatice todas las monsergas y mentiras parlamentarias, como aquella cabra del Yom Kippur —el día hebreo de la Expiación— en la que los judíos volcaban todos sus pecados y a la que abandonaban después en el desierto.

Jeff Bezos, el chico de Amazon, me ha prometido mirar bien, pero cree que no tiene en sus almacenes latifundistas una cabra, una triste y pobre cabra que me salvaría la columna de hoy. Porque, al final, lo estoy viendo, me va a tocar parlotear de política. Más que nada porque ya he acabado el primer folio y aún no tengo claro si voy a hablar de los olivos o de que, tal día como hoy de hace un año, estábamos confinados en casa, pandemizados y asustados, atentos a las comparecencias de Illa y de Sánchez, rodeados ambos de militares con toda la chatarrería heroica tintineándoles en las pecheras de los uniformes.

Recuerdo aquellos días a las nueve de la mañana de hoy mientras fumo el primer cigarrillo acodado en el alféizar de la ventana, igual que entonces, y vivo un año entero en estos cinco minutos de tabaco y ceniza. Y recuerdo también que, gracias al ministro Ábalos, nicotínico y firme, los fumadores tuvimos abiertos los estancos durante el confinamiento. “¿Tú qué quieres, que no abran?”, le contestó al ceño de Yolanda Díaz en aquel consejo de ministros del 14 de marzo de 2020 en el que se decidía qué actividades debían permitirse y cuáles no. “¿Confinado y sin fumar? ¿Eso es lo que quieres?” Estos entresijos y muchos más nos los cuentan con garbo narrativo Llapart y Monrosi en La coalición frente a la pandemia (ed. Península), una amena, muy bien documentada y vertiginosa crónica política que se lee de un trago.

Por lo demás, de aquellos días recuerdo —y conservo— el primer tique de Mercadona durante el confinamiento. Recuerdo las noches de insomnio y las llamadas telefónicas a mis padres y a mi hermano. Recuerdo las fotos de los sanitarios con heridas en la cara debidas a la presión de las mascarillas durante las agotadoras jornadas de trabajo. Recuerdo las patrañas, como aquella que el coronavirus se curaba bebiendo agua caliente o que la pandemia era una venganza del espíritu de Franco por haber exhumado su cuerpecillo de crisálida de Cuelgamuros. Recuerdo también aquel 16 de julio en que se celebró el solemne funeral de Estado por las víctimas del coronavirus, por primera vez sin casullas ni hisopos, y aquel pebetero que ardía bajo el sol de fuego de Madrid, inflamadas las llamas no tanto por el bochorno como por el discurso de la enfermera Aroa López, porque solo nos reconocemos como comunidad cuando lloramos a los mismos muertos. “No olvidemos nunca la lección aprendida”, pidió.

Recuerdo también…, pero suena el telefonillo del portero automático. Una voz mulata y remolona dice mi nombre. Pregunto quién es.

—De Amazon. Le traemos su pedido.

—¿Mi pedido? ¿Qué pedido?

—No sé, parece una cabra, señor. ¿Subimos o prefiere bajar usted a buscarla?