De una bacteria desobediente a los amigos imaginarios de Facebook. Este es el decurso de la historia. Azar y mutaciones. Ya nos lo advirtió el viejo Heráclito, que más sabía por viejo que por Heráclito: “Todo fluye”. Y, para demostrarlo, nos habló de aquel río como un enorme matorral de agua que era siempre otro y el mismo —más o menos como el PP—, y donde, por tanto, jamás podías bañarte dos veces. Lo único que no cambia nunca es que todo cambia siempre, vino a decirnos el viejo influencer de barbas jónicas. Todo está sometido a modificaciones y al tiempo.

Y, sin embargo, a pesar de tanto río transformista, a pesar de los hexagramas del I Ching que nos hablan de mutaciones, nada cambia realmente. En niveles muy profundos, se da la coincidentia oppositorum que argumentó Jung en sus estudios sobre el inconsciente. De modo que el Dalai Lama y Hitler son lo mismo. Igual ocurre con Macarena Olona, la mastina de Vox, y el perrillo inocente y lechal del anuncio de Scottex. O con el capitán Ahab y Moby Dick. O con los ecologistas y los editores de libros sobre papiroflexia, por ejemplo. Quizá la explicación de este enredo ontológico se encuentre en que todos compartimos el mismo origen y solo saltamos de un lado a otro de las ramas del mismo árbol genealógico creyéndolo distinto. Si no nos lo tala el capitán Bolsonaro, claro, que el pobre ve una ceiba amazónica y enseguida le da un flashback postraumático de esos y saca la motosierra para cargársela.

Pero iba a escribir antes de que o senhor Jair se me interpusiera entre la pantalla del ordenador y las dioptrías que, según los biólogos evolutivos, la vida tal como la conocemos hoy, es decir, con los apretujones en el metro, la factura eléctrica que cada mes está a otro año luz, Pablo Casado salivando padrenuestros franquistas en una iglesia de Granada, las patatas al alioli, los youtubers como guías espirituales, la misteriosa poesía de César Simón, los números imaginarios, las mascarillas, el IRPF, los gritos de bótox y silicona de Belén Esteban (si algún día esta mujer se recicla, habrá que buscarla en el contenedor amarillo), etc.; la vida, en fin, tal como la conocemos hoy, decía, surgió de una bacteria.

Nuestra madre común fue un puntito unicelular y microscópico. Se llamaba LUCA (Last Universal Common Ancestor, “Último Antepasado Común Universal”), y vivió hace aproximadamente 4.000 millones de años. LUCA, que ya había leído a Heráclito mucho antes de que naciera Heráclito, no se quedó inmóvil y se multiplicó a sí misma. En determinado momento, una descendiente suya originó, al interactuar con el entorno y reproducirse, una mutación con un puñado de ventajas evolutivas de las que carecían sus compañeras más obedientes. Fue así como aquella bacteria inconformista y bolchevique prevaleció sobre estas últimas. Al disgusto que vino después lo llamamos historia.

Y quizá no nos quede mucha por sufrir, visto lo visto y dado que el futuro después del coronavirus parece que solo será la versión beta del pasado, pues ni política, ni climática, ni socioeconómicamente ha cambiado nada tras su irrupción (que se fastidie don Heráclito). Para reforzar este optimismo al revés, estos días se ha hablado mucho e internacionalmente de medicamentos y bacterias, y no de las beneficiosas que anidan en la flora intestinal, de cuya mayor o menor abundancia depende en gran parte que padezcamos ansiedad y depresión, algo que facilita la cada vez menos saludable alimentación en las sociedades occidentales.

En cuanto al tamaño, las bacterias son virus de talla XXL, como muy puestos de gimnasio y anabolizantes, y en cuanto a su comportamiento, más resistentes que los iraquíes de Faluya y los trabajadores del metal de Cádiz juntos. No es sadismo informativo, pues, que un diario nos atragantara el café con este titular: “La siguiente pandemia ya ha empezado”. Continuamos sufriendo aún la covid-19-20-21, y seguro que también la 22-23-24-etcétera, cuando los microbiológos empiezan a coreografiar nuevos terrores. Y puesto que a Europa ya solo la une Ikea, es previsible que, con el nuevo apocalipsis, se repitan en la UE los desacuerdos en materia sanitaria y, sobre todo, económica. De modo que los políticos regresarán a la tele a decir verdades prêt-á-porter con un 20% de algodón y un 80% de mentiras. Y, entre tanto, los ciudadanos volveremos a palmarla muy responsablemente, sin alborotar, como en los meses de plomo del coronavirus, que ya tenemos experiencia en morirnos y en resucitar al tercer día en las estadísticas del Ministerio de Sanidad.

Esta vez, la pandemia tiene de estrella invitada a las bacterias resistentes a los antibióticos. Y de teloneros, a las farmacéuticas. No es algo novedoso, pero ahora es especialmente preocupante por el abuso de antibióticos contra la covid, sobre todo al comienzo de la enfermedad. Todo el mundo sabe que recurrimos con demasiada alegría a los antibióticos tanto en humanos como en la ganadería industrial, antibióticos que, dicho sea de paso, acaban en las aguas y de ahí vuelven a la cadena alimenticia. Nadie ignora, por otra parte, que los gigantes farmacéuticos rechazan invertir en la investigación de nuevos antimicrobianos porque no les resulta rentable. De tal manera que un corte en un dedo mientras troceas la cebolla para el sofrito puede buscarte plaza en el otro barrio si se te infecta la herida y tu cuerpo ha salido respondón a los poquísimos antibióticos existentes.

La OMS obseva que, de seguir usando estos medicamentos a tontibóbilis, en apenas dos décadas las resistencias a los antimicrobianos —una de las principales amenazas contra la humanidad— constituirán la primera causa de muerte en el mundo. Aunque si no hemos cambiado nada con el SARS-CoV-2, no vamos a cambiar ahora por unas cuantas bacterias malcriadas y testarudas. Así que es posible que muy pronto naufraguemos en el río de Heráclito con la cabeza llena de horror como Nicole Kidman en Los otros mientras García Ferreras se encarga de los efectos especiales.