Un año más, y son ya cuarenta y tres, pasó el 20N y se me quedó como un regusto amargo. El desagradable regusto de un fracaso generacional. El de mi propia generación. La de aquellos que nacimos ya en plena dictadura, cuando el franquismo se sentía seguro en plena guerra fría, y que por ello tuvimos que crecer y ser educados bajo el yugo del nacional-catolicismo franquista y solo conseguimos vivir en libertad en plena edad adulta, ya con más de treinta años a nuestras espaldas.

Porque nuestro fracaso generacional es evidente. Lo constatamos año tras año, sobre todo con motivo de cada 20N. Porque en esta fecha, en la que recordamos la tan largamente esperada y ansiada muerte del dictador, se nos hace particularmente patente que de un modo u otro todavía hay, en toda la sociedad española, un pósito importante de franquismo ideológico y político. Es en esta fecha cuando se nos hace más claro la persistencia, por mínima que sea no por ello menos preocupante, de una indisimulada nostalgia de aquel abominable régimen fascista que se impuso a sangre y fuego en España entera durante casi cuarenta años, después de una incivil guerra civil provocada por militares golpistas que, con la colaboración de los sectores más reaccionarios de la nuestra sociedad, las ayudas del nazismo y el fascismo y la pasividad cómplice de las democracias, consiguieron su propósito: acabar con el sistema democrático y someter a todo nuestro país a una dictadura fascista.

No hemos sabido transmitir a nuestros descendientes lo que es poder vivir como lo hacemos todos en España desde hace ya más de cuarenta largos años, en libertad, en paz y en democracia

La constatación, año tras año, de este fracaso generacional, el de no haber sido capaces todavía de terminar de una vez y por todas con los muchos resabios que aún persisten del franquismo, viene acompañada por la comprobación, también año tras año, de otro fracaso de mi propia generación: el de no haber sido capaces de transmitir a las generaciones posteriores, a las de nuestros hijos y nuestros nietos, las indiscutibles bondades de la difícil transición de aquella dictadura a nuestro actual sistema democrático; unas bondades que sin duda alguna son muy superiores a sus inevitables maldades, a sus defectos incuestionables.

Este doble fracaso generacional, comprobable cada vez con mayor intensidad con el crecimiento de propuestas populistas en apariencia diametralmente opuestas pero que en realidad a menudo son muy coincidentes en sus objetivos, es nuestro peor legado político y cultural, nuestra peor herencia colectiva. Como generación contribuimos, cada uno de nosotros a su modo y manera, a la desaparición de la forma española del fascismo que fue el franquismo, con toda su carga de crímenes y de miserias morales y físicas. Pero no hemos sido capaces de lograr la plena erradicación del franquismo de las entrañas mismas de la sociedad española. Y, algo que sin lugar a dudas es todavía mucho peor, no hemos sabido transmitir a nuestros descendientes lo sustancialmente decisivo que es poder vivir como lo hacemos todos en España desde hace ya más de cuarenta largos años, esto es en libertad, en paz y en democracia, en un Estado social y democrático de derecho, naturalmente mejorable, perfectible, pero bajo ningún concepto rechazable. Algo que jamás había ocurrido en toda la multisecular historia de este país.

Vistas así las cosas, quizá los de mi generación tampoco hemos fracasado tanto, ¿verdad?