Cuando uno monta en una montaña rusa, las sensaciones se saben de antemano. La expectación en el remonte, el vértigo de la caída en picado, la intensidad de las curvas y tirabuzones y, por último, la frenada en seco, cuando atisbas el final. Ahí, mirando a los que están a punto de subir detrás de ti, toda la fuerza G te ilustra la cara de golpe. Por eso la fotografía de recuerdo te la sacan un poco antes, en el cenit de la atracción y no en el frenazo final. Porque, de lo contrario, nadie se llevaría a su casa el vivo retrato del horror. 

Hace ya siete años que Mariano Rajoy se montó en la montaña rusa del Gobierno de España y estos días hemos podido ver en su rostro el horror del derrape en seco. Llegó a La Moncloa pagando el ticket con las plusvalías de la crisis económica y con una sarta de promesas que, antes de pillar la primera curva, saltaron por los aires como las mentiras que eran. Y se negó a dejar en el casillero una mochila cargada de corrupción que ya apestaba cuando hacía cola para subirse a la atracción.

El principal aliciente de las montañas rusas es que siempre ofrecen intensidad. Sobre todo porque las fuerzas que producen tales sensaciones son irrepetibles fuera de ellas y pocos seres humanos -quitando a astronautas y pilotos de caza- tienen oportunidad de habituarse. Y estos días, el Partido Popular y Rajoy han demostrado que ellos tampoco aprenden, aunque no hace mucho que gobernaron con José María Aznar.

Pese a ello, han acabado repitiendo sus mismos errores. Han intentado hasta el final manchar la imagen del Parlamento que representa a todos los españoles, han puesto en duda el valor de la misma democracia que les ha permitido gobernar y han vuelto a manipular algo tan sensible como la dignidad de las víctimas del terrorismo para arrojársela a sus rivales políticos, a los que tratan como enemigos.

El PP, tras muchos mareos, aceptó gobernar sin mayoría absoluta, sabiendo que enfrente tenía a una mayoría de españoles que rechazaba su pensamiento político. Y aún así, se hicieron los suecos, gobernando de espaldas a la soberanía popular, vetando las iniciativas de la mayoría, y aplicando una cerrazón y una falta de diálogo con todos aquellos que no compartían su visión unilateral de España.

Ahora, Pedro Sánchez tiene la oportunidad de recuperar todo lo perdido en los últimos años. Los referentes no los tiene muy lejos: diálogo y talante, las señas que inspiraron a su predecesor socialista en La Moncloa. Hay poco tiempo, pero hay que emplearlo en gobernar de cara a todos los españoles, no de espaldas, y respetando a las instituciones. A todas.

La democracia puso al PP en el Gobierno y la democracia les ha echado. Seguro que hasta Albert Rivera coincide en que tan españoles son quienes votaron al PP y a Ciudadanos como los que optaron por las papeletas del PSOE, de Podemos y de todos los grupos políticos que se han unido para salvar una dignidad institucional que a punto ha estado de irse por el sumidero esposada a Rajoy y sus cómplices políticos.

La democracia se ha salvado a sí misma usando los resortes que le da la Constitución, ese texto que la derecha solo sabe leer en páginas alternas. Aquí no hay fraude de ley ni golpes de Estado. Aquí solo hay una mayoría de españoles haciendo historia y dando la espalda a un presidente -que dice que seguirá siendo español, menos mal- que decidió subirse a la montaña rusa sabiendo lo que le esperaba.

Pase por la caseta y no se olvide de su foto de recuerdo.