El pasado jueves Carles Puigdemont decidió que el nuevo presidente de la Generalitat será Quim Torra (Joaquín Chalet, según el traductor de la Guardia Civil). La semana anterior, Mariano Rajoy dispuso que el presidente de la comunidad de Madrid fuera Ángel Garrido. Y así, dedazo a dedazo, estos dirigentes que tanto aman a la patria, por supuesto cada uno a la suya, van dejando en los huesos nuestra nunca bien acabada democracia.

Agazapado aguarda Albert Rivera, criticando el poder del superdedo mientras en su interior anhela conseguirlo cuanto antes. Y Pablo Iglesias, otrora defensor de que había que convocar asambleas para decidir si había o no que convocar asambleas, y ahora señalador público de quienes se atreven a toserle ¿Cómo esperar que una sociedad sea verdaderamente democrática cuando los partidos políticos que deben defenderla no lo son?   

Catalunya, casi siempre un paso por delante del resto de España, señala el camino. Puigdemont, que llegó a la presidencia cuando el dedo de Artur Mas se posó sobre su poblada cabeza, decide ahora no sólo quién ha de ser su sucesor, sino incluso cuál será su despacho. La situación de excepcionalidad que vive Catalunya por la intervención del Estado, no justifica semejante denigración de las funciones del Parlament ni del cargo de President de la Generalitat.  

Lo de Rajoy viene aún de más lejos, de mucho antes de la llegada de la democracia. De un partido que se enorgullece de un pasado dictatorial, que niega el genocidio que se produjo tras la Guerra Civil y que rechaza incluso el derecho de los descendientes de las víctimas a honrar a sus muertos, sólo puede esperarse que se comporte como lo hace. Ni entienden de democracia, ni tienen puñeteras ganas de aprender. 

Y la sociedad, siguiendo el ejemplo de los partidos, se sigue aborregando. En un país dividido por las banderas, por las falsas fidelidades, por los rencores, las únicas voces que se unen en su desesperación son las de los ancianos, que luchan por no perder lo que tanto les costó conseguir, y las de las mujeres, que pelean por lo que nunca han tenido. Los demás, ya les digo, a balar con la cabeza gacha y la vista puesta en la garrota del pastor.