Desde que era una niña he odiado los cotilleos y las cosas que llaman “del corazón”, muy erradamente, porque no son del corazón, sino de las vísceras. La gente que cotillea y que habla de manera gratuita mal del prójimo, la gente que vive pendiente de lo que hacen y de cómo viven los demás me parece vulgar y escatológica, y con una vida y una mente tan pobres que se nutren como aves carroñeras del infortunio de los otros para poder hacer mínimamente aceptable su propia vacía y mediocre vida. El cotilleo forma parte de lo que llamamos España profunda, y forma parte también de la incultura y de lo más abyecto de la naturaleza humana.

Tuve consciencia de que España es un país muy cotilla cuando salí por primera vez. Con dieciseis años pasé un verano en Francia aprendiendo francés y, entre otras muchas, me encontré con una sorpresa que me encantó y me hizo reflexionar mucho: en Francia apenas había cotilleos, la gente era independiente, muy educada en general, y muy cordial (très poli), pero nadie cuestionaba la vida de nadie y nadie parecía criticar a nadie. Las vidas ajenas no eran el objeto de las conversaciones. Con el tiempo entendí que Francia es un país laico, por lo cual era mucho más culto, más democrático, y mucho más alejado de las insidias, el odio al diferente, el pensamiento único, la intolerancia y los comadreos que promueve la moral religiosa.

El encontronazo entre las dos reinas que se ha hecho viral ha recorrido los noticiarios de todo el mundo, y no es para menos

Sin embargo, en los últimos días todos los diarios y medios de comunicación franceses han resaltado, en portada en muchos casos, el affaire de las dos reinas enfrentadas. “Letizia d,Espagne et la reine Sofía: la vidéo qui fait un tollé en Espagne” (el vídeo que indigna a España), era un editorial, por ejemplo, de Le Figaro del pasado 5 de abril. Y es que el encontronazo entre las dos reinas que se ha hecho viral ha recorrido los noticiarios de todo el mundo, y no es para menos. Y es asó porque no se trata de un vulgar cotilleo de la prensa amarilla, ya digo, sino es un asunto que nos atañe a todos los españoles y es un asunto de Estado; por una sencilla razón, porque viven, y muy bien, con dinero público, es decir, con dinero que sale del trabajo, la precariedad y el sudor (y no hablo de manera figurada, los datos económicos y de empleo hablan por sí solos) de todos los ciudadanos.

En 2017 la Casa del Rey recibió, sólo de los Presupuestos Generales del Estado, 7,82 millones de euros. En 2018 la misma Casa del Rey va a recibir 7,89 millones de euros, según una subida del 0,9% otorgada por los presupuestos de este año del Gobierno Rajoy. 7,89 millones de euros son muchos euros para una sola familia. Que me cuenten cuánto de democrático es que ello sea así mientras que la pobreza ha crecido un veinte por cien en España, y mientras que muchos de los “súbditos” de sus majestades están padeciendo miseria, desatención, indefensión de todo tipo y hambre.

Volviendo al tema amarillo, confieso que yo no puedo ser muy objetiva en este asunto porque soy republicana; porque pienso y siento que la monarquía es una institución antidemocrática en sí misma, y es un despropósito obsoleto y anacrónico que a estas alturas tenía que estar superado más que de sobra; aunque puede que, con la ayuda de la reina Letizia, la República no quede muy lejos en el horizonte. Dicho esto, no creo que sea extraño que haya desavenencias personales en esa familia, como en tantas otras, aunque todos se avengan a las poses y reconciliaciones de cara a la galería, por supuesto, porque les conviene. Sin embargo, esta familia, repito, se lleva del Estado español mucho dinero por su supuesta sangre azul y por, supuestamente, representarnos.

Una de sus obligaciones es cumplir el protocolo y mantener las formas en los actos públicos a los que asisten. No se trata de verduleras en soeces peleas de mercado, sino de personas con una representación pública muy concreta. Por eso ver ese vídeo a mí, al menos, me dejó perpleja. Porque no se trata sólo de una mala relación, sino de mucho más. Yo percibí mucha soberbia y mucho desprecio. Desde un punto de vista puramente humano es muy cruel alejar a una abuela del contacto con sus nietos, lo cual es lo que a todas luces parece.

En cualquier caso, la rigidez del protocolo está al servicio del hombre, al igual que la forma debe estar al servicio de las ideas y de la esencia de las cosas, y no al contrario. Su finalidad última no debe ser otra que la naturalidad y la corrección; eso que comúnmente se llama “saber estar”. Ninguna pose tiene sentido alguno si no está respaldada por la autenticidad. La etiqueta, que es la forma, de nada sirve si no hay fondo. Decía Beethoven que “no encuentro ningún otro signo de superioridad que no sea la bondad del corazón”; y decía mi abuela con mucha frecuencia que “La elegancia y la verdadera nobleza están en el alma”.

Dedico esta reflexión a todos los republicanos españoles, a los de ahora, que son cada vez más, y a los que fueron, muchos de los cuales siguen, vergonzosamente, en las cunetas.