He desactivado las alertas de WhatsApp y no me he muerto. Entiéndanme, no me refiero a la muerto física, que esa está chupada. Hala, que me voy para el otro barrio, ahí os pudráis. No, la muerte shunga es la otra, la muerte social, el pánico a la desconexión.

El WhatsApp es ese compañero de trabajo coñazo que cuando estás todo concentrado viene a decirte ¿qué haces? Y se va todo a la mierda. Es como si cada dos minutos alguien viniese a darte una toba en la oreja.

A mí ahora se me pasa una mañana entera sin acordarme de él. Y como de por sí tengo una memoria más endeble que los argumentos de unos y otros en la "cuestión catalana", me he encontrado respondiendo mensajes de cuatro o cinco horas antes. Porque al desactivar las alertas, me dije a mí mismo aquello de que una vez cada hora o así comprobaría si alguien me había escrito. Pero, qué quieren que les diga, se me pasa.

Lo cual es sin duda una buena noticia. Porque claro, tú comentas tus planes y la gente te anticipa la catástrofe, la hecatombe, Guerra Mundial Z. Pero yo no he notado gran cosa. Salvo que ya no me rompe la concentración la maldita pantalla del móvil.

Que oigan ustedes. Que se nos está yendo de las manos. No digan que no. Que ya está uno harto de tanto mensajito estúpido y de que te llegue el mismo meme treintaiséis veces en diez minutos.

Dicen que los seres humanos cada vez tenemos ventanas de atención más cortas. Pues claro, si no hay manera de ver diez minutos de Rick&Morty sin que el WhatsApp dé el coñazo una docena de veces. Y venga a parar Netflix para contestar un mensaje.

Así que se acabó. Ahí lo dejo. Se acabó dejar de hacer lo que esté haciendo para responder. Se acabaron las miradas de reojo cuando estás tomando algo con alguien y se enciende la pantalla. Y sin catástrofes, hecatombes, ni Guerra Mundial Z.