Hace aproximadamente unos quince años, andaba yo sorprendida, indignada y consternada por una experiencia que es difícil de contar. Una pequeña colaboración voluntaria con un grupo de familiares de víctimas de una secta me llevó a tener constancia de unas realidades que desconocía y que me cambiaron muchos esquemas y muchas convicciones. Entrar en detalles me llevaría a llenar muchos folios, lo cual no es cuestión, pero prometo que si se quiere conocer en profundidad lo que se cuece tras la política y la religión, nada mejor que bucear en el mundo escabroso, duro y surrealista de la coacción psicológica y la manipulación coercitiva, individual y colectiva, porque esas prácticas son sistemáticas por parte de algunas organizaciones e instituciones humanas que han movido los hilos de la historia y de la humanidad de manera secular, y que lo siguen haciendo.

De tal manera, me vi obligada a plantearme muchas cosas, a cuestionarme casi todo y a buscar nuevos paradigmas porque, según lo que aprendí con esa experiencia y con la búsqueda de información que inicié a partir de ella, supe muy bien que buena parte de las creencias, ideas y certezas sobre las que se sustenta la vida y la moral de muchas personas no son más que una farsa, una gran mentira y, como decía La Lupe en su canción, puro teatro, falsedad bien ensayada, estudiado simulacro. Desde entonces me convertí en una convencida defensora de los derechos humanos, de la libertad de conciencia, de la laicidad, de la separación de Iglesias y Estado y, por supuesto, del librepensamiento, del progreso y de la moral natural.

Y, como decía, andaba yo en esas circunstancias cuando un día lluvioso llegué al trabajo y, tras bajar del coche, presencié una escena que me obligó a quedarme un rato mirando, casi sin pestañear. Acababa de llover y había salido un poco el sol, un sol ligero, suave, de invierno. Alrededor de un charco que había dejado la lluvia, justo al lado de mi coche, se habían juntado un buen grupo de pajarillos que parecían felices de disfrutar del agua y de sentir el sol. Uno de ellos se metía dentro del charco; bebía, aleteaba y jugaba mientras se bañaba con el agua de la lluvia; los otros miraban mientras gorgojeaban en lo que parecía un pequeño jaleo que le dedicaban al que disfrutaba del baño. Y así lo iban haciendo todos de manera sucesiva, en medio de lo que parecía una fiesta, una celebración del agua y, quizás, de la vida.

Me quedé unos minutos absorta mirando la preciosa escena. Era como un rito. En una época en la que yo estaba intentando encontrar algo en lo que poder creer, algo en lo que sustentar mi sentido de lo trascendente y mi concepto de la moral,  estos pajarillos me lo pusieron muy fácil. Recuerdo que, parada y mirando a esos seres tan pequeños y tan inocentes, pensaba que eso que estaba viendo era realmente lo “sagrado” para mí. ¿Qué puede ser sagrado si no la inocencia, la bondad y la belleza que emanan de lo que es verdadero, auténtico y natural? Esos minutos me llenaron el alma, y me confortaron realmente. Entendí muy bien a Walth Whitman, cuando decía que hasta la más pequeña hoja de hierba es sagrada. Y entendí que, afortunadamente, al lado de la más abyecta miseria, existe también la grandeza, afortunadamente.

Buena parte de las creencias, ideas y certezas sobre las que se sustenta la vida y la moral de muchas personas no son más que una farsa

Como hemos sabido, miles de personas quedaron atrapadas en sus coches, en la pasada noche del sábado al domingo, en la autopista AP6 durante 18 horas. Fue una nevada enorme, un temporal que dejó en situación precaria y muy peligrosa a muchos usuarios de la autopista en un contexto de indefensión y de caos absoluto. Aunque el temporal estaba anunciado desde hacía una semana, no había previsiones, ni hubo ayudas, ni quitanieves, ni intención alguna de buscar soluciones por parte de los miembros del gobierno Rajoy. Muchos afectados tuvieron que pasar la noche a bajo cero, con bebés, sin comida y sin gasolina.

Una mujer en esa situación, con una niña pequeña y sin gasolina suficiente para calentarla pidió ayuda por una red social. Ante tal petición, esta madre recibió una lluvia de respuestas y de ofrecimientos de ayuda, incluso de otros afectados que sí tenían gasolina y comida para compartir con ella y con su bebé. La solidaridad es la ternura de los pueblos, decía Gioconda Belli, pero también quizás sea la ternura de las personas, quizás forme parte de ese lado sensible, auténtico, generoso y compasivo que constituye lo mejor del ser humano y de la naturaleza humana.

Esa anécdota de solidaridad en medio de una situación crítica y de la desidia y la irresponsabilidad de los representantes políticos, me recordó por instantes esa escena que me emocionó hace años y que no olvido. Y con ella recordé que lo mejor de la vida, en realidad, no es nada que pueda comprarse ni con poder, ni con coacción, ni con dinero, como no se compran las hojas de hierba del campo, ni se compra la solidaridad con personas en situación precaria, ni se compran los maravillosos chapoteos en el agua de lluvia de los pajarillos.