El único verdadero gran problema político de Catalunya es su reiterado empate consigo misma. La división, escisión o fractura de la ciudadanía catalana en dos mitades prácticamente idénticas -algo menos de la mitad clara partidaria de la opción independentista y poco más de la mitad firme defensora del constitucionalismo-, viene siendo una constante no ya en todas las encuestas realizadas, publicadas o no, sino sobre todo en todas las convocatorias electorales que se han celebrado en estos últimos cinco interminables años. Volvió a suceder en los recientes comicios autonómicos, con unos resultados oficiales definitivos que de nuevo son un calco con variaciones mínimas de las tres últimas elecciones autonómicas que se han celebrado en Catalunya desde el inicio del proceso independentista.

Mucho más allá del casi eterno problema político, institucional, económico, social y cultural de la relación convivencial o coexistencial entre Catalunya y el resto de España -es decir, aquella tantas veces citada “conllevancia” orteguiana-, el único verdadero gran problema político que existe en Catalunya es su tozudo e insistente empate consigo misma, que al fin y a la postre expresa y refleja una división interna muy profunda y que al parecer hoy por hoy es difícilmente modificable o alterable, y por consiguiente prácticamente irresoluble.

Desde algunos sectores secesionistas se argumenta que esta división interna no es distinta que la que se produce en cualquier otra sociedad por causas ideológicas, políticas o partidarias. Pero es evidente que esto no es cierto. La escisión social que existe en el seno de la ciudadanía catalana no es solo ni principalmente ideológica, política o partidaria; se trata de una fractura social identitaria, y por tanto una división nada racional sino que tiene todos sus fundamentos en emociones y sentimientos, no en ningún tipo de argumentos objetivables.

Poco tiene de ideológico o político este reiterado empate de Catalunya consigo misma, que en apariencia al menos se contradice con la autodefinición que en este terreno se otorgan los ciudadanos catalanes en toda clase de sondeos, en los que muy mayoritariamente se autodefinen como progresistas o de centroizquierda. Porque, a la vista de los resultados de todas las elecciones autonómicas catalanas durante estos cinco últimos años, y aun con mayor claridad todavía en las celebradas el pasado 21D, las dos principales candidaturas -es decir, tanto la constitucionalista de C’s liderada por Inés Arrimadas como la separatista de JXCat encabezada por Carles Puigdemont-, poco o nada tienen de centroizquierda y en ambos casos son identificables como de centroderecha liberal, opción ésta que comparten en el Parlamento europeo.

Ante una cuestión identitaria, y en concreto ante un choque entre identidades exclusivas y excluyentes, poco lugar queda para un planteamiento racional, para una argumentación objetivable. Solo así es mínimamente comprensible este tan insistente y reiterado empate que Catalunya mantiene consigo misma. Un empate cronificado, del que únicamente se puede intentar salir desde unas razones objetivables, y por tanto olvidándose de emociones y sentimientos, de pasiones y pulsiones. De ahí la dificultad que existe y existirá para romper con este largo y repetitivo empate de Catalunya consigo misma. Una dificultad que se acrecienta cuando se trata, como sería de desear, que la superación de este reiterado empate se produzca sin vencedores ni vencidos.