En 1960, Jean-Luc Godard realizó el que para mí sigue siendo su mejor filme, À bout de souffle. Aunque fue titulada en España Al final de la escapada, la traducción más fiel hubiese sido Sin aliento o Último suspiro. Me parece que todas ellas son expresiones que reflejan el estado actual del independentismo catalán, al menos en su versión unilateralista. Casi todos sus líderes y propagandistas ya han comenzado a reconocer el rotundo fracaso de esta opción política.

Lo ha hecho incluso Carles Puigdemont en declaraciones al periódico belga Le Soir. Lo han hecho también otros destacados dirigentes de la antigua CDC, ahora PdeCat, así como notorios exponentes de ERC –desde Joan Tardà a Sergi Sabrià-, pasando por gran número de opinadores que, como Jaume Barberà, Bernat Dedéu, Josep Maria Martí Blanch, Francesc-Marc Àlvaro y muchos otros. Al parecer, todos ellos han iniciado su proceso de asunción del inexorable principio de realidad. Aunque está claro que han tardado demasiado tiempo en reconocerlo, bueno es que finalmente lo hayan comenzado a hacer, ya al final de la escapada, sin aliento, en un último suspiro de su fracasado unilateral viaje a ninguna parte que tantos y tan graves daños ha provocado en Catalunya social y económicamente, con las consecuencias de una devastación política y moral que por ahora parece muy difícil que sea superable a corto e incluso a medio plazo.

El secesionismo catalán, que durante estos cinco últimos e interminables años ha sido eficacísimo en la construcción de un relato emocional y sentimental que ha sido capaz de ilusionar a cientos y cientos de miles de personas, de súbito se ve obligado a reconocer ahora que, ya fuese, en el mejor de los supuestos, por pura y simple impericia, ignorancia o ineptitud, o, en un supuesto sin duda mucho peor, por un cinismo demagógico y sin ningún escrúpulo moral, aquel relato tan fantasioso e ilusionante no era más que una mentira burda y sin fundamento alguno.

Como el flautista de Hamelín del célebre cuento popularizado por los hermanos Grimm, los líderes del independentismo catalán han convencido a sus muchísimos seguidores y les han prometido, en un remedo del cuento de la lechera, un plácido, pacífico y gratificante viaje a una Ítaca utópica, un viaje que a la postre se ha demostrado absolutamente irreal, y que encima comporta gravísimos costes de todo tipo para el conjunto de la sociedad catalana, como ha quedado probado en especial estas últimas semanas.

Permanente y obsesivamente encerrados con su solo juguete, en una suerte de soliloquio solipsista que no admitía ninguna crítica, réplica, matización u observación, los adalides del secesionismo se topan de repente con su desafío más difícil: cómo explicar que nada de lo que tantas veces habían dicho y prometido no tenía ninguna base sólida, ningún fundamento racional.

Parece que los delirios narcisistas llegan ahora a su fin. Es ya, por suerte para todos, el final de la escapada. Mucho me temo que ahora muchos de los fieles, leales, ilusionados y entusiastas seguidores del movimiento independentista, al darse finalmente de bruces con el siempre inevitable principio de realidad, se sentirán frustrados, engañados, incluso estafados. Tienen motivos más que sobrados para ello. Ojalá la frustración no los lleve a la crispación. Conviene que recuerden que, como canta este catalán y catalanista llamado Joan Manuel Serrat, tan vituperado y vejado por algunos de ellos, “nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”.